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Mucho, tía, mucho, porque todos los de esa infame secta no me pueden ver ni pintado, y si ese hombre sigue entrando en esta casa con tanta confianza, podría intentar el descrédito de mi sistema, robándome antes mi honor. Y miraba a Fortunata como para buscar en su rostro la aseveración o apoyo de lo que decía. Ella lo comprendió. «Tiene razón, tía... ese materialista que no entre más aquí».

Debemos estar prevenidos... Le diré que venga a ver a usted... Es persona de confianza, y ya sabe él que no tiene que decir nada al amigo Rubín». Lo que tenía a Fortunata muy sorprendida y maravillada era el interés que mostraba hacia ella, según le dijo el regente, la viuda de Jáuregui.

Ella volvió la espalda a su marido, insensible a los suspiros que daba. Desvelados estuvieron ambos largo rato, cada cual por su lado, muy cerca materialmente uno de otro, pero en espíritu Fortunata se había ido a los antípodas.

Segunda, llena de consternación, no hablaba ya de asesinato, y aunque no acababa de comprender el robo del chiquillo, no se atrevió a mentarlo ante la señora casera. Había intentado hacerle tomar a Fortunata fuertes dosis de ergotina; pero no pudo conseguirlo. Apretaba los dientes, y no había medio de traerla a la razón.

Los chiquillos ensucian la casa, todo lo revuelven y enredan, y dan enormes disgustos con sus enfermedades y travesuras. Aunque expuso estas ideas con mucha discreción, Fortunata se entristeció, porque se le había metido en la cabeza desde la noche antes aquel tema de recoger un niño huérfano, y encariñada con ella, le costaba mucho trabajo desecharla. ¡Manía de imitación! ix

Estas cosas daban a Fortunata alegría y esperanza, avivando los sentimientos de paz, orden y regularidad doméstica que habían nacido en ella. Con ayuda de la razón, estimulaba en su propia voluntad la dirección aquella, y se alegraba de tener casa, nombre y decoro.

Descuide usted, que le echaré hoy una buena peluca. Lo mejor será que no trabaje más aquí; cualquier día nos mete en un conflicto... Pero siéntese usted...». Al ofrecerle una silla, Ballester parecía poner especial cuidado en dar a conocer sus botas nuevas, resplandecientes; en que Fortunata admirase su levita y su cabellera rizada a fuego, la cual despedía fuerte olor a heliotropo.

Y bien podía suceder, porque algunas que entraban allí cargadas de pecados se corregían de tal modo y se daban con tanta gana a la penitencia, que no querían salir más, y hablarles de casarse era como hablarles del demonio... Pero no, Fortunata no sería así; no tenía ella cariz de volverse santa en toda la extensión de la palabra, como diría doña Lupe.

De pronto, el despierto oído de Fortunata, cuyo pensamiento estaba reconcentrado en la trampa que a su parecer se le armaba, creyó sentir ruido en la puerta. Parecía como si cautelosamente probaran llaves desde fuera para abrirla.

Pregúntaselo a Estupiñá, pregúntaselo si lo dudas... a ver... Fortunata tenía las manos bastas de tanto trabajar, el corazón lleno de inocencia... Fortunata no tenía educación; aquella boca tan linda se comía muchas letras y otras las equivocaba. Decía indilugencias, golver, asín. Pasó su niñez cuidando el ganado. ¿Sabes lo que es el ganado? Las gallinas. Después criaba los palomos a sus pechos.