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¡Pobre Mauricia! dijo Fortunata a Guillermina, secándose el llanto a toda prisa, pues no le parecía bien ser ella la que más llorase . Mire usted, señora, a me pasaba con esa mujer una cosa rara. Sabiendo que era muy mala, yo la quería... me era simpática, no lo podía remediar.

Por fin quiso Dios misericordioso que las Samaniegas se marcharan; pero no habían pasado diez minutos cuando entró D. Evaristo, con su criado, que le sostenía por el brazo derecho, y Fortunata le condujo hasta la sala en una de cuyas butacas se sentó el anciano pesadamente. «¿Doña Lupe...?». No hay nadie dijo ella, lo que significaba: estoy sola, puede usted hablar con libertad.

Fortunata tenía sus pensamientos tan en lo hondo, que no paró mientes en la increíble tontería de llamar mona a una custodia. v

Allí viviré con tranquilidad». Fortunata se mostró conforme, si bien recordaba lo que Mauricia le había dicho de la vida de los pueblos. Sólo descuartizada iría ella a vivir al campo; pero aquella noche no tenía más remedio que decir a todo.

Seguir, mirando de lejos, era un lenguaje o telegrafía sui generis, y la persona seguida, aunque no volviese la vista atrás, debía de conocer en los efectos del fluido de atracción. Salió Fortunata despidiéndose muy fríamente, y a los dos minutos se despidió también Maximiliano con ánimo de alcanzarla todavía en el portal.

Por cierto que la señora se conceptuaba infeliz entre todas las señoras y damas de la tierra, por las muchas pesadumbres que sobre su alma tenía. No era sólo el estado lastimosísimo del más querido de sus sobrinos; otras cosas la mortificaban atrozmente, abatiendo su grande espíritu. Entre Fortunata y ella mediaron ciertas palabras que imposibilitaban absolutamente toda concordia.

Doña Lupe y Fortunata se levantaron, y la fundadora saludó con aquella gracia y amabilidad que eran iguales para el Rey y para el último de los mendigos.

Debió Jacinta preguntarle algo; sin duda la otra no acertó a responderle. La señora de Santa Cruz se acercó a la puerta que comunicaba con la otra sala. Entonces Fortunata, que se hallaba detrás, dijo: «Se ha quedado dormida».

Pues déjate que venga la otra... también aquella es de la piel de Cristo... ¿Quién? La amiguita, la que protege a mi niña... Fortunata vio delante de , súbitamente, una oscura niebla que se le iba encima... El corazón le dio un salto... «Jacinta dijo ; pues qué, ¿también viene aquí esa?». Ayer estuvo... Ella misma traía mi niña.

Como los palomos no comen sino del pico de la madre, Fortunata se los metía en el seno, ¡y si vieras qué seno tan bonito!, sólo que tenía muchos rasguños que le hacían los palomos con los garfios de sus patas.