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Otras salían arrastrando zapatos en chancleta por aquellos empedrados de Dios, y al ver a las forasteras corrían a sus guaridas a llamar a otras vecinas, y la noticia cundía, y aparecían por las enrejadas ventanas cabezas peinadas o a medio peinar. «¡Eh!, chiquillos, venid acá» repitió Guillermina; y se fueron acercando escalonados por secciones, como cuando se va a dar un ataque.

Todas habían tenido que sufrir algún doloroso desengaño. Últimamente, hastiado de enamorar a sus convecinas, se había dedicado a fascinar a cuantas forasteras llegaban a Sarrió, para abandonarlas, por supuesto, si cometían la torpeza de permanecer en la villa más de un mes o dos.

El otro, tratando de inclinar siempre los ojos y el corazón de cuantas forasteras hermosas llegaban a la villa, hacia su adorable persona. Alguna mañana salía con su cuñado de caza; pero observando que la intemperie atezaba su rostro, dejó casi por completo este ejercicio. Por otra parte, Piscis era enemigo nato de él. Para este inteligente centauro holgaba todo en la tierra menos los caballos.

Era también evidente que una era casada; entre otras razones, porque, de ser solteras ambas, no irían solas. La casada era la morena. En esto tampoco cabía duda. Se conocía en tener más edad y en otros indicios que, juntos todos, llegaban a la más completa certidumbre. ¿Con quién estaba casada la morena? Ambas eran forasteras: recién llegadas a Madrid, ya que nadie las conocía.

Entre los amigos del Conde los había que se jactaban de conocer a todo Madrid, alto, bajo y mediano, con tal que perteneciesen las personas al sexo femenino. El Conde les preguntó quiénes eran aquellas muchachas. Todos las miraron, y todos dijeron que no las conocían. Serán forasteras añadió uno. Serán recién llegadas a Madrid dijo otro. Deben de ser o malagueñas o sevillanas exclamó un tercero.

Tomado, pues, este apuntamiento, y habiendo imaginado el duque lo que había de hacer en el caso, las enlutadas se fueron, y ordenó la duquesa que de allí adelante no las tratasen como a sus criadas, sino como a señoras aventureras que venían a pedir justicia a su casa; y así, les dieron cuarto aparte y las sirvieron como a forasteras, no sin espanto de las demás criadas, que no sabían en qué había de parar la sandez y desenvoltura de doña Rodríguez y de su malandante hija.

Siempre había en las cuadras caballos o mulas forasteras, masticando abundante pienso, y en los anchos salones se oía crujir incesante de botas altas, pisadas de fuertes zapatos, cuando no pateo de zuecos.

Juaniyo, que se etenga er «paso». Hay en er café unas señoras forasteras que quieren ve bien a la Macarena.