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A la mente y a la lengua se le vinieron ideas y palabras, a borbotones, y las arrojó a la cara del sobrino, cual si le azotara con un látigo... ¡Cómo! ¡él, un chicuelo pobre, un perdulario, endeudado por suma tan crecida! pero, ¿cómo había podido creer que sus fondillos iban a valer tanto jamás? ¿no pensó, por un instante siquiera, ya que su cabeza parecía tan hueca, que si perdía, no podría pagar, y si no podía pagar, que deshonraba a su familia para siempre? ¿en qué escuela se había educado, que así le habían sugerido la peregrina teoría de que las deudas son cosa baladí y es lujo de caballero tenerlas? ¿y esta era la manera con que él pensaba hacer la felicidad de su padre y de su tía, y la suya propia?

Matriculado, cuando niño, en una banda de pilluelos de barrio, sin el freno de la autoridad paterna, porque no tenía padres y no hacía caso de sus hermanos, libre como un pájaro y celoso de su independencia; con el sucio pantalón doblado sobre la rodilla y la camisa desteñida asomando por los fondillos, un sombrero agujereado sobre la rubia cabeza, recorría las calles de su parroquia, entretenido en jugar a los cobres en la acera, darse de mojicones con los compañeros y decir desvergüenzas a las señoras; no había bautizo en que él no tomara parte, esperando a la comitiva en el atrio de la iglesia para llamar pelao al padrino, ni escándalo callejero en que no estuviera, como espectador de primera fila.