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Pero ¡ay!, en estos tiempos corrompidos no hay flor que no se aje, ni pureza que no se manche, ni resplandor que no se oscurezca con alguna nubecilla. Está dicho todo, y con esto, señoras, pido a ustedes licencia para retirarme. Levantábase para partir, cuando doña Flora le detuvo diciendo: ¿Qué es eso, Sr. D. Pedro? ¿Qué arrebato le ha dado? ¿Hace usted caso de las bromas de Amaranta?

En todo caso lo probable sería que fuese la hija de algunos señores que la hubieran dado á criar á personas de su confianza. Decía esto Flora porque hacía ya tiempo que tenía sospechas vehementes del origen de su amiga. Á ésta no la consolaban, sin embargo, tales palabras. Amaba tanto á los que siempre había llamado padres que la idea de que no lo fuesen la llenaba de dolor.

Doña Flora de Cisniega era una vieja que se empeñaba en permanecer joven: tenía más de cincuenta años; pero ponía en práctica todos los artificios imaginables para engañar al mundo, aparentando la mitad de aquella cifra aterradora. Decir cuánto inventaba la ciencia y el arte en armónico consorcio para conseguir tal objeto, no es empresa que corresponde a mis escasas fuerzas.

Que a nuestra disposición tenemos <i>El Robespierre Español</i>, <i>El Duende de los Cafés</i> y al pícaro <i>Concisín</i> que se encargarán de poner cual no digan dueñas a los apaga-candelas. La alusión, señora doña Flora dijo un obispo ha salido sin duda de la tertulia de Paquita Larrea, la esposa del Sr. Böhl de Faber.

Que pongan lo que quieran con tal que sea nuevo dijo doña Flora ; ¿no es verdad, Sr. de Xérica? Justo, y afuera religión, afuera rey, afuera todo vociferó D. Pedro.

Mi disgusto llegó a la desesperación cuando vi que Marcial venía a casa y que con él iba mi amo a bordo, aunque no para embarcarse definitivamente; y cuando esto ocurría, y cuando mi alma atribulada acariciaba aún la débil esperanza de formar parte de aquella expedición, Doña Flora se empeñó en llevarme a pasear a la alameda, y también al Carmen a rezar vísperas.

A su regreso encontró a sus compañeros sentados en amistosa conversación alrededor del fuego, pues el aire había refrescado en extremo y el cielo se cubría de espesos nubarrones. Flora estaba hablando de una manera expansiva con la Duquesa, que la escuchaba con un interés y animación que desde hacía mucho tiempo no había demostrado.

La noche de la tertulia a que asistió por primera vez el Vizconde de Goivoformoso, la mayor de las señoritas de Pinto, que se llamaba Julia, tenía un collar de brillantes coleópteros, cuyos élitros, heridos por la luz de lámparas y bujías, lanzaban deslumbradores y tornasolados reflejos; y la segunda, que se llamaba Flora, llevaba zarcillos y collar de uñas de tigre, muy lustrosas y acicaladas, engarzadas en oro.

El capitán, por su parte, en cuanto vió al perro fuera del alcance del palo corrió hacia Flora, la llevó al gabinete de su hija María, llamó á gritos á D.ª Robustiana y mientras ésta llegaba él mismo le lavó la herida.

Pero á los pocos días el mismo D. Félix se acercó á ella y rápidamente y en voz baja, como si la vergüenza le embarazase, dijo: Cuando quieras puedes avisar á Flora... Acaso la necesitemos... porque la faena de la yerba va á comenzar pronto... El ama de gobierno vió el cielo abierto.