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Paco admiraba en silencio la hermosura de Ana, cuya cabeza hundida en la blancura blanda de las almohadas le parecía «una joya en su estuche». Observó Visita que más que nunca se parecía entonces Ana a la Virgen de la Silla. La fiebre daba luz y lumbre a los ojos de la Regenta, y a su rostro rosas encarnadas; y en el sonreír parecía una santa.

Muchas tardes, agobiado por sus pensamientos, salía de casa y recorría a paso largo las orillas solitarias de la mar. La brisa le refrescaba las sienes, la vista del océano calmaba la fiebre de su cerebro. Sentábase en un peñasco batido por las olas, y permanecía horas enteras con los ojos extáticos clavados en el horizonte. La belleza imponente de aquel espectáculo no lograba cautivarle.

Pero todo aquello pasó, la fiebre revolucionaria, los folletos, y Bailón tuvo que esconderse, afeitándose para disfrazarse y poder huir al extranjero.

Preguntamos si hay fiebre, deseando secretamente una respuesta negativa; pero, a pesar de cerciorarnos de que la enfermedad fatal reina en Fort-de-France, nos resolvemos a descender, persuadidos de que el buque, inmóvil y pegado a tierra, bajo un calor de 37°, no es el refugio más seguro para evitar el contagio. El nuevo gobernador ha bajado pomposamente hace dos horas.

Un pueblo añadió sólo puede aspirar á grandes destinos si es fundamentalmente germánico. Cuanto menos germánico sea, menor resultará su civilización. Nosotros representamos la aristocracia de la humanidad, «la sal de la tierra», como dijo nuestro Guillermo. Argensola escuchaba con asombro estas afirmaciones orgullosas. Todos los grandes pueblos habían pasado por la fiebre del imperialismo.

Por estraordinaria ó por mas ligera ó pronunciada que sea esta coloracion azul de las orinas, la hemos visto dos veces, y siempre en niños de seis á once años, y dos veces la ha corregido la digital, disipando al mismo tiempo las alteraciones hepáticas ó abdominales con fiebre.

María no podía apetecer ni amar nada sin sentirse agitada por una fiebre que la consumía. Cuando era niña había amado a otra de la misma edad, morena, de grandes ojos negros y duros, y la había amado con tal pasión que se había convertido en su esclava voluntariamente.

Cuando la alzaron y la transportaron a la cama se le declaró una violenta fiebre que la tuvo postrada muchos días y amenazó su vida. Durante su enfermedad ni Clara ni Tristán ni Visita parecieron por su casa. Sólo Marcela Peñarrubia la veló como una hermana cariñosa.

Son los terribles mosquitos del Magdalena que hacen su temida aparición. No corre un hálito de aire, y es necesario buscar un refugio, a riesgo de sofocarse, contra aquellos animales, que en media hora más os postrarían bajo la fiebre. He ahí uno de los momentos de mayor sufrimiento.

El recuerdo de esa noche se borró y con él los desórdenes de la fiebre y los tormentos de la conciencia. Lo que había visto, lo que había sentido, no me parecía más que un sueño. Una laxitud aplastadora me invadió; cerré los ojos y cesé de pensar. Luego vino un momento de felicidad.