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Amaury, por su parte, no dejaba de mirarlos a hurtadillas con frecuencia, y al verlos tan entretenidos conversando y sonriéndose, no dejaba de prometerse con cierta satisfacción cruel que se las pagarían todas juntas, principalmente su amigo Felipe, quien por su parte embobecido por las preferencias de Antoñita y atormentado por el remordimiento, casi había echado en olvido su próximo duelo.

Este encuentro, que se repitió muchas veces, siempre que pasaba Amaury por la calle de Angulema, le hizo indignarse en sumo grado, pues habría razón para pensar que muy grande y manifiesta debía ser la preferencia de una dama para que un hombre tan tímido como Felipe venciese su natural poquedad con tan inusitado atrevimiento. ¡Cómo creer aquello en Antoñita!

, Felipe III ha robado á los moriscos, y quien dice Felipe III, dice el duque de Lerma. Esto es ya demasiado, demasiado dijo enteramente aturdido Lerma, que no había creído que existiese un hombre capaz de decirle de frente tan agrias verdades. A tal punto le habían llevado su envanecimiento, su privanza y la nulidad del rey. ¡Pues ya se ve que es demasiado!

Acabaré esta funesta narración con un espantoso suceso que por mucho tiempo quedó en la memoria para terror y ejemplo de toda aquella nueva cristiandad. Felipe Motoré, Tabica de nación, vencido en las contínuas sugestiones del demonio y de la carne, volvió públicamente en casa de una amiga dejando á su mujer, sin reparar ni hacer escrúpulo de tenerla públicamente como si fuese su propia mujer.

Señorita, si usted no me ha visto, ¿por qué no me habrá siquiera presentidoVolvió a detenerse Felipe para mirar a Amaury, como pidiéndole su opinión sobre este segundo período de la carta.

Al conde de Lemos, vuestro sobrino, levantamos su destierro. Todos son enemigos míos, señor. ¿Y qué os importa, si es vuestro amigo el rey? Sea lo que vuestra majestad quiera. Envíense correos á don Baltasar de Zúñiga para que se vuelva á su oficio de ayo del príncipe don Felipe. Lerma, aterrado, se resignó. Aquel era un golpe mortal. Sus enemigos triunfaban. ¿Pero de qué medios se habían valido?

Os engañáis, mi buena duquesa dijo Felipe III abriendo la puerta secreta del dormitorio y asomando la cabeza ; vuestro amigo el duque de Lerma despacha solo en mi despacho, porque yo me he perdido. Y franqueando enteramente la puerta, adelantó en el dormitorio. La duquesa hubiera querido que en aquel punto se la hubiera tragado la tierra.

En torno, gente que pasaba mirándoles de reojo y barruntando trapicheo; algún chico parado, con los libros sujetos entre las piernas, ocupados dientes y manos en el aceitoso buñuelo; al fondo, los soportales de la Plaza esfumados en la neblina temprana; las mulas del tranvía despidiendo del cuerpo nubes de vaho; la atmósfera húmeda, impregnada del olor al café que un mancebo tostaba ante una tienda; el ambiente sucio, como si en él se condensaran los soeces ternos y tacos de los carreteros; las piedras resbaladizas, y en el centro del jardinillo, descollando sobre un macizo de arbustos amoratados por los hielos, la estatua del pobre Felipe III, con el cetro y los bigotes acaramelados por la escarcha.

Á juicio de M. Mignet recreció la saña de Felipe II la aparición del libro de las Relaciones, que por toda Europa denunciaba sus perfidias y crueldades.

Sin embargo, los Reyes que sucedieron á Felipe II, lo mismo los de su dinastía que los de la de Borbón, continuaron dispensando al Monasterio grandes mercedes y muy decidida protección, con lo que siguió siendo uno de los más ricos y florecientes de la Orden jerónima. Así llegó, sin novedad alguna digna de mencionarse, el año de 1809.