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Hay en el Facundo una como estratificación de varios órdenes de ideas, «visibles» en la estructura íntima de este libro. Descubro en él un elemento biográfico, formado por lo que Sarmiento atribuye a Quiroga y Rosas; un elemento político, formado por lo que escribe de unitarios y federales; un elemento sociológico, formado por lo que discurre sobre la civilización y la barbarie americanas.

Cinco años van corridos desde que los unitarios han desaparecido de la escena política, y dos desde que los federales de la ciudad, los lomos negros, han perdido toda influencia en el Gobierno, cuando más tiene valor para exigir algunas condiciones que hagan tolerable la capitulación.

En todas, porque en Tucumán no hay federales, esta planta que no ha podido crecer sino después de tres buenos riegos de sangre que ha dado al suelo Quiroga, y otro mayor que los tres juntos que le otorgó Oribe. Ahora dicen que hay federales que llevan una cinta que lo acredita, en la que está escrito: ¡Mueran los salvajes, inmundos unitarios! ¡Cómo dudarlo un momento!

No hace un mes que una madre argentina, alojada en una fonda de Chile, decía a uno de sus hijos que despertaba repitiendo en voz alta: «¡Vivan los federales! ¡Mueran los salvajes, asquerosos unitarios!»: «Cállate, hijo, no digas eso aquí, que no se usa; ya no digas más, ¡no sea que te oigan

Paz es provinciano, y como tal presenta ya una garantía de que no sacrificaría las provincias a Buenos Aires y al puerto, como lo hace hoy Rosas, para tener millones con que empobrecer y barbarizar a los pueblos del interior; como los federales de las ciudades acusaban al Congreso de 1826.

Horace Mann el prólogo en que explica esta génesis de sus ideas. Así resulta en nuestra historia este aparente absurdo: que los caudillos «federales», dominados por Rosas, rehicieron la «unidad» argentina, rota por los unitarios quiméricos de 1826, y que los emigrados «unitarios» promulgaron la «federación», al regresar al país después de Caseros.

Era unitario puro, aunque llevaba el chaleco rojo de los federales, pues él decía que para andar entre lobos, es preciso disfrazarse de tal, y tan bien le salió la práctica de este consejo, que salvó piel y fortuna y vino a morir, ya anciano, en olor de millonario.

¿Por qué son perseguidos en todas partes, o más bien, por qué eran unitarios salvajes, y no federales sabios, toda esa multitud de hombres animosos y emprendedores que consagraban su tiempo a diversas mejoras sociales: éste a fomentar la educación pública, aquél a introducir el cultivo de la morera, este otro al de la caña de azúcar, ese otro a seguir el curso de los grandes ríos, sin otro interés personal, sin otra recompensa que la gloria de merecer bien de sus conciudadanos? ¿Por qué ha cesado este movimiento y esta solicitud? ¿Por qué no vemos levantarse de nuevo el genio de la civilización europea, que brillaba antes, aunque en bosquejo, en la República Argentina? ¿Por qué su Gobierno, unitario hoy, como no lo intentó jamás el mismo Rivadavia, no ha dedicado una sola mirada a examinar los inextinguibles y no tocados recursos de un suelo privilegiado? ¿Por qué no se ha consagrado una vigésima parte de los millones que devora una guerra fratricida y de exterminio a fomentar la educación del pueblo y promover su ventura? ¿Qué se le ha dado, en cambio, de sus sacrificios y de sus sufrimientos? ¡Un trapo colorado!

Desde esta fecha hasta la llegada del capitan de fragata Domingo Monteverde, natural de Canarias y al servicio de España, hubo algunos encuentros, prósperos unos y adversos otros, entre las tropas federales mandadas por los coroneles Francisco Gonzalez y Moreno, Manuel Villapol y Francisco Solá y las españolas; estos combates tuvieron lugar en Santa Cruz de la Soledad, en las aguas entre el caño de Macareo y el de Pedernales, en Barrancas, en Lorondo y en Angostura, donde, despues de un grave descalabro en que Villapol tuvo que fortificarse en Maturin para salvar su gente, Moreno y Solá desaparecieron, dejando sus soldados en el mas criminal abandono y á merced del enemigo.

No han quedado hechos ningunos que acrediten que Quiroga se proponía obrar inmediatamente, si no son sus inteligencias con los gobernadores del interior, y sus indiscretas palabras repetidas por unitarios y federales, sin que los primeros se resuelvan a fiar su suerte en manos como las suyas, ni los federales lo rechacen como desertor de sus filas.