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El otro día le he visto por la calle de Alcalá enganchado al faetón. Bien de mundo se paraba a mirarlo. Hablaron un rato de los caballos que el duque le había comprado. Este ponía tachas a todos. Fayolle los defendía con entusiasmo de aficionado y de comerciante. En un momento de pausa dijo sacando el reloj: No quiero molestarle más.... Venía a cobrar la cuentesita última.

Sólo cuando Fayolle habló de quedarse otra vez con el caballo, le dijo con sorna: Por lo visto, ha encontrado usted quien las cuatro mil y quiere deshacer el trato, ¿verdad? Señor duque, juro a usted por lo más sagrado que no hay nada de eso.... Solamente que estoy seguro de que es como digo. Al banquero le acometió entonces oportunamente un recio golpe de tos.

Una porción de bromitas que el banquero no parecía escuchar, atento a contar los billetes. Contó siete de quinientas pesetas y se los entregó, oprimiendo al mismo tiempo el timbre para que un dependiente extendiese el recibo. Fayolle también los contó y dijo: Se ha equivocado, señor duque. El presio del caballo era cuatro mil pesetas. Aquí no hay más que tres mil quinientas.

Oh, señor duque; los caballos que yo le he vendido no son pencos, no. Los mecores animales que nunca he tenido se los ha llevado usted , respondió con acento extranjero, sonriendo de un modo servil M. Fayolle. Los desechos de París es lo que usted me trae. Pero no crea usted que me engaña. Lo hace tiempo, monsieur; lo hace tiempo.

Sólo que yo no puedo ver esa cara tan frescota y tan risueña sin rendirme. M. Fayolle sonrió abriendo la boca hasta las orejas, dejando ver unos dientes grandes y amarillos. La cara es el especo del alma, señor duque. Puede tener confiansa en mi, que no le daré nada que no sea superior. ¿Es que Polión ha salido malo? Medianejo. ¡Vamos, tiene gana de bromear!

Fayolle estuvo a punto de echarlo todo a rodar y desvergonzarse; pero se reprimió considerando que nada adelantaría: menos con llevar el asunto a los tribunales. ¿Quién iba a pleitear por quinientas pesetas y más con un personaje como el duque de Requena?

El cajero era diestrísimo en su oficio. Cuando terminaron, el duque se retiró a su despacho, donde le estaba esperando M. Fayolle, el famoso importador de caballos extranjeros, proveedor de toda la aristocracia madrileña. Bonjour, monsieur , dijo rudamente el duque dándole una palmada en la espalda . ¿Viene usted a encajarme algún otro penco?

El duque no dió señales de oir. Con los párpados caídos, bufando y paseando el cigarro de un ángulo a otro de la boca, se mantuvo silencioso y guardó de nuevo la cartera después de haberla apretado con una goma. Faltan quinientas pesetas, señor duque , repitió Fayolle. ¿Cómo? ¿Faltan quinientas pesetas? No puede ser.... A ver; cuente usted otra vez. El comerciante contó.

Señor duque, está usted equivocado dijo Fayolle poniéndose serio . Recuerde usted que habíamos quedado en las cuatro mil. Recuerdo perfectamente. Al mismo tiempo, aprovechando el momento en que Fayolle miraba al empleado, le hizo un guiño expresivo. El cochero respondió por boca del dependiente que el caballo se había ajustado en tres mil quinientas pesetas. Entonces el comerciante se irritó.

La faz del duque se oscureció. Luego dijo entre risueño y enfadado: ¡Pero, hombre; que no estén ustedes jamás contentos sino sacándole a uno el dinero! Y al mismo tiempo echó mano al bolsillo y sacó la cartera. M. Fayolle sonreía siempre, diciendo que lo sentía, porque el señor duque era un pobrecito y no le gustaba echar a nadie a pedir limosna, etc., etc.