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A los tres meses de casados tuvieron una niña, Conchita; un año después un muchacho, al que pusieron por nombre Rafael, y por fin, la menor, Amparito, último fruto de unos amores que se extinguieron tras rápidas e intensas llamaradas.

El ciego incontrastable torbellino rugiente se abatió sobre su casa, cual fuego intenso, destructor, sanguino, que al soplo misterioso del destino deja luto y horror por donde pasa. Sus mujeres las frentes doblegaron, sus hijos en sus cunas se extinguieron, los años con su peso le agobiaron, y ya débil en brazo, se agostaron los altos lauros que su faz ciñeron.

Nada importa morir cuando murieron ya sentimientos, ilusiones y esperanzas; cuando los afectos se extinguieron uno a uno, cuando el fuego que ardía en nuestra alma se convirtió en ceniza... Ya no queda más que el cuerpo... ¿Qué importa que éste tarde más o menos en seguir al espíritu si le abandonó cuanto lo purificaba, si desapareció cuanto le sonreía?

Pasó el Lacio, pasó el pueblo latino; pero queda una sombra de aquello; queda una huella que no se borra, un alma que no muere, una ceniza que no se enfria, un sepulcro que no se cierra; queda un cadáver que no se consume; sobre el polvo, sobre las ruinas, sobre la soledad y el silencio de los cadáveres que se extinguieron, queda un cadáver que no se extingue, que no se extinguirá, mientras que la tierra sienta el calor de las plantas del hombre: pasó el pueblo latino; pero nos queda la latinidad.

De este malestar, y aun puede decirse desdicha, participaba el hasta entonces afortunado Raimundo. El espíritu y el cuerpo de Clementina, alterados por el tumulto de otras pasiones, no podían reposarse en las dulzuras del amor. Los momentos que aquélla le concedía eran cada vez más cortos y sin sosiego. Se extinguieron las pláticas alegres, bulliciosas, que en otro tiempo mantenían.

Con la caída de la tarde se fue amortiguando el escándalo de aquella bacanal campesina; se extinguieron los ruidos de guitarras y panderetas, y al anochecer, las pandillas de clérigos aparecían paseando en el camino a la entrada de las aldeas. Oscura, oscurísima era la noche cuando el convoy entró en la capital de Navarra.

Gillespie encontraba cada vez más interesante este desfile aéreo; pero de pronto, como si obedeciesen á una orden, todos los fulgores se extinguieron á un tiempo. En vano aguardó pacientemente. Parecía que los insectos luminosos se hubiesen enterado de su presencia al tocar con algunos de sus rayos la cabeza que surgía curiosa sobre los matorrales.

Las improvisadas antorchas se extinguieron a la primera racha de viento y únicamente los rojos tizones oscilando en las tinieblas como fuegos fatuos iluminaban vagamente el estrecho sendero. Este les conducía por la cañada del Pino arriba, a cuya entrada se escondía en la cuesta una ancha pero baja cabaña con un techo primitivo hecho de cañas y cortezas de pino.