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¡Qué elegantísima Fernanda! exclamó el conde en voz baja, inclinándose con afectación. La bella apenas se dignó sonreír, extendiendo un poco el labio inferior con leve mueca de desdén. ¿Cómo te va, Luis? dijo alargándole la mano con marcada displicencia. No tan bien como a ... pero, en fin, voy pasando. ¿Nada más que pasando?... Lo siento.

En nosotros la representacion del triángulo es casi siempre simultánea; excepto el caso de triángulos muy grandes, mucho mayores que los que acostumbramos á ver; pues en este caso, particularmente cuando no hay costumbre de considerarlos, parece que necesitamos ir extendiendo sucesivamente las líneas.

Se diría que ya está muerta murmuró, ocultando la cabeza entre sus manos. Y si muere continuó, no será a consecuencia de su parto, no será de esa miserable fiebre; sólo yo seré la causa de su muerte. Por el amor de Dios, ¿qué dices? exclamé, extendiendo hacia él mis brazos.

Ven, querida niña, dijo Ester animándola y extendiendo los brazos hacia ella. Ven: ¡qué lenta eres! ¿Cuándo, antes de ahora, te has mostrado tan floja? Aquí está un amigo mío que también quiere ser tu amigo. En adelante tendrás dos veces tanto amor como el que tu madre sola puede darte. Salta sobre el arroyuelo y ven hacia nosotros. puedes saltar como un corzo.

No quiero otras montañas que esas que me han visto nacer, la Peña-Mea, la Peña-Mayor, el pico de la Vara replicó el capitán extendiendo el brazo y apuntando á todos los puntos del horizonte. Pensando en ellas mi corazón se apretaba de angustia al comenzar las batallas, pensando en ellas maldecía de los teatros y los cafés cuando me hallaba de guarnición en Madrid.

Aquel grandullón rubio añadió acercándose a la ventana y extendiendo la mano tiene cinco; el de al lado, tres; el cojo de enfrente mantiene a sus padres... y así todos. Créame Vd., señor cura, en tripa vacía y hogar sin lumbre no hay fiestas de guardar.

Se me figura que soy yo el preferido.... Es una injusticia, Nela; Florentina se va a enojar. La pobre enferma sonrió entonces, y extendiendo una de sus débiles manos hacia la señorita de Penáguilas, murmuró: No quiero que se enoje. Al decir esto, María se quedó lívida; alargó su cuello, sus ojos se desencajaron. Su oído prestaba atención a un rumor terrible. Había sentido pasos.

Los peñascos azulados o rojos asomando sus cabezas a los lados del camino; pinos y cipreses saliendo de sus hendiduras, extendiendo sobre la yerma tierra sus raíces tortuosas y negras como enormes serpientes; a trechos, blancas pilastras con tejadillo, y en el centro, ocupando un hueco, azulejos con los sufrimientos de Jesús en la calle de Amargura.

¿Qué puedo hacer por ella? exclamé, extendiendo hacia él mis manos juntas. ¡Exija usted lo que quiera! Aun cuando diera mi propia vida para salvar la suya, no le habría dado todo lo que le debo.

Al fin, extendiendo el brazo en forma académica hacia la puerta, exclamó con énfasis, como quien se encuentra ya en pleno discurso: ¡Cerrad ese cancel! Las puertas se cerraron lentamente, como si nadie las tocara. Los fieles se fueron acomodando en su sitio. Durante un rato se oyeron muchas toses.