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Al otro día, aunque no era domingo, se afeitó como si lo fuese, se puso otro pantalón, metió en los dedos todas sus sortijas, y después de tomar el chocolate en compañía del excusador y de ofrecerle un cigarro puro, generosidad que sorprendió mucho al clérigo, fue a su cuarto a arreglar un poco el cabello, y al instante salió de casa y tomó el camino del Molino con los ojuelos chispeando, seco el gaznate y los labios trémulos.

Salió inmediatamente, también presentada por ésta, D.ª Josefa, el ama del excusador. Se decía que esta señora tenía pruebas de la inocencia de su amo, que iba a relatar cosas muy curiosas. Se esperaba su declaración con ansiedad.

A otros quizá se lo dieran, no lo discutía, pero él en su larga carrera administrativa tuvo varios subordinados que estuvieron a punto de comprometerle, y siempre habían sido caracteres semejantes al del acusado. Cuando corrió por Peñascosa la especie de que Obdulia se había fugado con el excusador, él había dicho: «Imposible; estoy seguro de que ese hombre la ha llevado engañada.

Se había ido a vivir con el cura no por gusto, sino porque éste siempre lo había tenido en que los tenientes (o excusadores, como allí se les llamaba) viviesen a su lado, tal vez para tiranizarlos mejor. La rectoral estaba situada no muy lejos de la iglesia, a la entrada misma del Campo de los Desmayos. D. Miguel tenía por servidores una ama vieja y un criado joven. Los goces espirituales del pobre Gil estaban bien compensados con un sinnúmero de contrariedades y molestias que su rudo párroco le hizo padecer en seguida. D. Miguel era tan bárbaro en la vida privada como en la pública. Su voluntad despótica se dejaba sentir en todos los pormenores y en todos los momentos de la existencia. Luego, si esta voluntad fuese racional, vaya con Dios; pero la del formidable viejo era tan caprichosa como maligna. Se gozaba en contrariar los deseos de los que a su alrededor estaban, por mínimos que fuesen. Al ama la tenía frita: un día le impedía dormir la siesta, otro día le mataba un perrito al cual tomara gran cariño, otro le tiraba los tiestos que tenía en el balcón o la obligaba a permanecer en casa en ocasión de cualquier gran solemnidad religiosa, o le hacía pagar un desperfecto de la vajilla, etc., etc. Al criado le tostaba en parrilla: unas veces le mandaba en tarde de romería a cualquier aldea con un recado insignificante, para que no se recrease; otras veces le cerraba de noche la puerta si llegaba un minuto más tarde de lo convenido y le hacía dormir al sereno, o bien le obligaba a quitarse las patillas, o le vestía el ropón del monaguillo porque notaba que esto le molestaba mucho. Al excusador le crucificaba. Había tenido muchos, y a todos los había estudiado silenciosamente durante algunos días para conocer sus tendencias y aficiones. Una vez enterado, se ponía con particular cuidado a contrariárselas. Al anterior, hombre obeso y amigo de los placeres de la mesa, le hizo pasar cada hambre que por milagro no feneció; venía el infeliz de decir misa con ansia de tragarse el chocolate. ¡Buen chocolate te Dios! El cura había mandado previamente al ama a algún recado que durase dos horas por lo menos. ¡Qué debilidad, qué sudores, qué congojas las del pobre capellán! Si llegaban en sus paseos vespertinos a alguna casa donde les invitaban a merendar, el cura rehusaba manifestando que ya lo habían hecho en casa.

No dejó de sorprenderle al excusador el aire de autoridad del viejo doméstico, y lo poco en que tenía la voluntad de su amo para recibir o no las visitas.

Dios no ha creado el mundo malo, sino bueno. Fue el primer hombre quien se acarreó todos los dolores con su desobediencia. ¡Ah, ! El mito de la manzana. Yo no le creo a usted capaz, señor excusador, de un capricho tan ridículo. ¿A qué conducía el reservar esa manzana, sobre todo conociendo el carácter caprichoso de Eva y la debilidad de Adán por ella?

Sin embargo, los enemigos que el excusador tenía, mejor diremos, los envidiosos, se encresparon terriblemente. No quisieron asentir a la versión de la doncella. Opinaban que era una patraña forjada por ella para salvarle; y si no lo creían, por lo menos así lo manifestaban bajando la voz y sonriendo maliciosamente.

En pie, delante del púlpito, seguía con gran curiosidad las palabras del excusador, haciendo inútiles esfuerzos por adivinar a quién se refería. Al cabo vino a averiguarlo, cuando el excusador puso a su monstruo un gorro frigio sobre la cabeza. ¡Ah, , Garibaldi exclamó lleno de alegría!... Muy bien, muy bien... ¡Duro en él, D. José, duro en él; duro en ese pillo!...

El P. Melchor se reía a boca llena de un modo insolente y grosero, mirando alternativamente al joven excusador y a D. Narciso. El capellán de D.ª Serafina también se reía con una risita aguda, minúscula, que aparentaba sofocar llevándose el pañuelo a las narices. Las señoras permanecían serias y disgustadas comprendiendo la venenosa intención del capellán de Sarrió.