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Porque la condesa de Albornoz en persona era quien venía guiando los briosos brutos desde Biarritz, de donde había salido el convoy la víspera, prefiriendo aquella molesta caminata por la carretera al cómodo trayecto del camino de hierro, por uno de esos caprichos, de esas excentricidades que forman las leyes de la moda y constituyen las reglas del buen tono, basadas las más de las veces en aquella razón tan filosófica y profunda: Cuando pitos, flautas; Cuando flautas, pitos.

Cuando se deja arrastrar de esa inclinación, sólo engendra monstruos que recuerdan los sueños de un calenturiento, y las excentricidades más desatinadas en sus creaciones, faltando á la naturalidad y mostrándose alambicado y sutil en el trazado de los caracteres y en la expresión de los afectos.

Mina Craven, atrevida de maneras como un muchacho, ganosa de desafiar la curiosidad de las gentes con sus audacias y excentricidades, fué una americana de las que pueden llamarse «de exportación». El viajero observador atraviesa los Estados Unidos, de Nueva York á San Francisco y de Chicago á Nueva Orleáns, viendo mujeres que son iguales á las de todas partes: buenas madres, buenas esposas, ó excelentes muchachas que aspiran á ser lo uno y lo otro.

Mi vacilación y mi duda están en otra cosa. ¿Hasta qué punto eran requisito indispensable, condición precisa de todo lo que hay de profundo y de íntimamente verdadero en el Hamlet, las rarezas de estilo, las excentricidades de que se muestra acompañado? ¿Serán defectos, reales defectos los que Voltaire y Moratin señalan como tales, consistiendo sólo la falta de estos críticos en no ver y reconocer en todo su brillo y hermosura los numerosos aciertos que hacen que toda falta se borre y se olvide? ¿Estos defectos, aunque inevitables, dados la época en que Shakspeare escribió y el público a quien se dirigía, son, a pesar de todo, defectos? ¿O por último, no son defectos los que Voltaire y Moratin señalaban, sino excelencias y perfecciones que no comprendían?

El barón, por su carácter sombrío, por sus excentricidades, y sobre todo por lo espantable de su rostro, inspiraba general temor en la población. Los niños sentían en su presencia un terror pánico. Los padres y las niñeras, para reducirlos a la obediencia, les amenazaban con él: ¡Se lo voy a decir al barón! ¡Que viene el barón! Hoy he visto al barón y me preguntó si eras obediente, etc.

Y por una de esas excentricidades aparentes de los pueblos, que no carecen jamas de explicacion, aquella ciudad, que es un emporio de riqueza y que vive en las faenas de un gran movimiento industrial y comercial, revela una inclinacion decidida por las bellas artes, cultiva ese gusto con esmero y entusiasmo, y posee monumentos de todo género que pueden enorgullecerla por mas de un motivo.

El Barón de Castell-Bourdac es el personaje más inverosímil y complejo de cuantos he conocido. Sus excentricidades mueven a risa, sus chistes, sus exageraciones y sus embustes involuntarios nos divierten a par que rebajan el concepto que de él formamos; pero cuantos le conocen y tratan y penetran bien en el fondo de su alma, no pueden menos de quererle y de estimarle. La fantasía del Barón ha bordado su vida sencilla y honrada, desfigurándola con falsos adornos. Sobre la historia ha venido a sobreponerse la leyenda: pero aunque por la leyenda aparezca el Barón como personaje cómico, por la historia es siempre digno de respeto. No pretendamos tasar y aquilatar con exactitud lo egregio y lo rancio de su nobleza.

Contábanse en desdoro de Pierrepont otras imprudentes excentricidades del mismo jaez que no hace al caso precisar aquí, y que sin herir por incurable manera el honor de aquél, levantaban en torno de su nombre, hasta entonces tan respetado, ciertos lamentables rumores de desestimación.

Hasta creían ver en los criados cierta sonrisa, como si les alegrase la afrenta que aquella loca infería a sus parientes. Los señores de Dupont comenzaron a frecuentar menos las calles de la ciudad, pasando muchos días en su finca de Marchamalo, para evitar todo encuentro con la Marquesita y con las gentes que comentaban sus excentricidades.

Urquiola era el único que sonreía con aire de suficiencia, como si poseyera el secreto de aquella cuestión. Doña Cristina, temiendo que la polémica acabase por turbar la placidez de la comida, intervino, preguntando á Aresti por sus amigos de Gallarta. Pepita apoyó á su madre. La gustaba conocer las excentricidades de aquellos contratistas que no sabían en qué emplear su riqueza.