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El león más fuerte subirá a un árbol y convencerá a la más débil alimaña de que no ha sido criada para ir y venir y vivir a su albedrío, sino para obedecerle: y no será lo peor que el león lo diga, sino que lo crea la alimaña. Pondrán nombre a las cosas, y llamando a una robo, a otra mentira, a otra asesinato, conseguirán, no evitarlas, sino llenar de delincuentes los bosques.

En más de una ocasión la Virgen grabada en el devocionario pareció mover sus líneas y alterar sus rasgos, dando al rostro divino las facciones de la mujer amada. Sus alucinaciones, aun tomando forma de impiedades, no llegaron a mancharse de lujuria; pero su misma voluntad, capaz de dominarlas, iba dejando de ser lo suficiente poderosa para evitarlas. Nadie, sin embargo, supo sus sufrimientos.

Van-Horn, con la caña del timón en la mano, la barba revuelta y los ojos muy abiertos, miraba sin pestañear las olas y trataba de evitarlas para que no los tomaran de través; Hans, Cornelio y el chino, pálidos y aterrados, se ocupaban en achicar el agua que entraba por las bordas de la chalupa. Van-Stael de vez en cuando los animaba con una palabra o con un gesto, y les preguntaba: ¿Tenéis miedo?

No hay que tomar las cosas tan a pechos... Lo que está de Dios que sea, será. Cuando las cosas vienen bien rodadas, no hay medio de evitarlas». «Y qué, ¿la ha visto usteddijo Maxi dejando al fin aquella posición violenta, y mirando con ansiedad a su tía. ... Me has mareado tanto... que al fin... Pues nada... la he visto y no me ha comido. Es la misma panfilona inexperta de siempre.

El arroyo al ver al caminante, le dijo: «Ya ves, amigo, qué débil estoy: apenas puedo dar un paso ni tengo fuerzas bastantes para empujar esas ramillas incómodas que embarazan mi senda. Tampoco puedo dar un rodeo para evitarlas, porque me fatigaría demasiado. puedes fácilmente sacarme de este apuro, apartándolas con tu pico.

No hubo prohibiciones bastante fuertes para contener la natural afición á este linaje de espectáculos; y no contenta con ellos, tomó también parte en las diversiones paganas, puesto que ya no existía la misma razón de evitarlas, desapareciendo poco á poco el gentilismo como religión, y no habiendo entre esos usos y la idolatría los lazos que antes existieron.

Los hijos del país que meses antes rodeaban al poeta con su cariñoso entusiasmo no podían servirle ahora de consuelo. Unos estaban en la guerra; otros habían huído; los demás sufrían en la ciudad toda clase de vejaciones, y para evitarlas, se mantenían ocultos en sus casas.

En la plena seguridad de ser, en definitiva, archipagados en dicha futura de todas sus desdichas presentes, los creyentes sinceros no se preocuparon de evitarlas sino de padecerlas adrede, como los pordioseros que avivan constantemente sus lacras profesionales para sacar más dinero a los transeúntes compasivos, y como el perro de la fábula, que cruzando el río, vio reflejado en el agua y agrandado por la refracción el trozo de carne que llevaba en el hocico, y, creyendo que eran dos, lo soltó para agarrar el más grande; así el bienestar presente fue abandonado para alcanzar la dicha eterna.

A la abierta actitud de los primeros días, habían sucedido timideces, cortedad, largas y profundas miradas, prolongados silencios, ensueños, mal humor constante; era visible que se buscaban, y que al mismo tiempo temían encontrarse; era visible que en sus más insignificantes palabras había algo de tierno y de vibrante; no ignoraba la de Aymaret que sus conversaciones personales, directas, eran muy raras, y que aun parecían querer evitarlas en lo posible, de lo que venía a deducir, con harta razón la vizcondesa, que procuraban ponerse en guardia contra la tentación de las efusiones, de los recuerdos, de las mutuas ternuras; no los creía culpables, y les hacía justicia, pero, un contacto tan íntimo y tan familiar entre ellos, ¿no podría ser prueba demasiado fuerte que al fin diera al traste con sus resoluciones por firmes y sinceras que fuesen? ¿No se encontraban de nuevo en presencia el uno del otro exactamente como en otros tiempos, al lado de la señora de Montauron? ¿No podrían despertar paulatinamente y con el mismo ardor que en pasada época esos íntimos sentimientos, haciendo aún más sensible la ya grande antipatía de Beatriz por su marido?

A un observador inteligente habríanle llamado la atención las miradas audazmente cínicas que su mujer le lanzaba, y el desagrado con qué el barón procuraba evitarlas. El 28 de noviembre era el día señalado para la partida del capitán. Ese día no hubo caza. El señor de Maurescamp había ido esa mañana a vigilar las reparaciones que se hacían en el pabellón del guardabosque.