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Al regresar aquí he sabido que Eulalia había partido hoy para el campo. ¿Es que acaso sabía...? ¡Oh! yo partiré, yo también quiero partir; y mil veces he dirigido el cuchillo contra mi pecho, y mil veces he pedido a Dios la muerte y el aniquilamiento, porque si mi alma había de sobrevivir y recordar todo lo que ha vivido, era preferible no morir.

Los cuidados de Eulalia contribuían a aumentar sus dolores, y cuando la joven se aproximaba a su marido con una mirada llena de ternura y de dulzura, él volvía tristemente la cabeza y la rechazaba gimiendo. Por aquel entonces la casualidad le hizo saber que Carlos, al que se había creído muy lejos, había vuelto a Salzburgo después de pasar algunas semanas en su aldea natal.

Cuando su padre volvió las espaldas y estaba un poco lejos, dejó repentinamente aquella postura, y agitando frente a él los puños con frenesí, exclamó con voz sofocada a fin de que no le oyese: ¡En mi cara mando yo! Todos guardaron silencio, incluso doña Martina, ante la cólera del alférez. Sólo Eulalia se atrevió a decir solemnemente: Eso, Enrique, está muy mal hecho: papá tiene razón...

Eulalia continuaba siendo la misma grave y árida persona que cuando hemos tenido el honor de conocerla, un poco más grave y un poco más árida. El labio inferior le colgaba con expresión más señalada aún de desprecio hacia todas las cosas terrestres.

D. César replicó el capitán sonriendo tenía que vengar con esta aparente injuria otra nada aparente que vuestra merced me hizo hace diez años, cuando me sorprendió en este mismo sitio en dulces coloquios con mi señora doña Eulalia, que aún no había cumplido quince años. Yo era entonces un rapazuelo de dieciséis, y vuesa merced me arrojó de aquí a empellones nada paternales.

Y hasta otra. En la casa, donde imperaba la pulcritud, se le miraba de mal ojo y era a menudo víctima por su aversión a aquella preciosa cualidad, no sólo de las correcciones paternales, sino de las crueles e impensadas arremetidas de su hermana mayor Eulalia, joven de diez y seis abriles no muy floridos, casta, limpia, hacendosa, diligente, llena, en fin, de virtudes domésticas, el mimo de sus papás y el blanco del odio de Enrique y del primo Miguel.

Esta tarde caminaba al azar, y no cómo ha sido, he sentido un peso que me oprimía, una nube que turbaba mi vista, un fuego que recorría toda mi sangre, y me he sentado. Un instante después he levantado la vista y he reconocido en la casa que tenía enfrente la mansión de Eulalia. En su habitación había luz. Eulalia ha llegado y se ha detenido detrás del balcón en una contemplación silenciosa.

La familia tomó el café pensativa y silenciosa. Miguel se puso a jugar con sus sobrinitas, las niñas de Eulalia. D. Bernardo se levantó al fin de la mesa, encendiendo un cigarro habano. Aunque su continente era frío y grave, como siempre, adivinábase que no estaba de buen humor: el negocio del café le había excitado un poco la bilis.

Emprendió el viaje en uno de los primeros días de enero. Cuando hubo llegado cerca del convento de Eulalia, a una legua de la ciudad, se sentó ante los muros del claustro y allí permaneció muchas horas, pero no vio ni oyó nada. Algunos conocidos suyos pasaron por delante de él, sin que él los viera.

Entonces recibió una carta de Eulalia; a la sola presencia de aquella escritura tan querida, cambió de aspecto y de color; sus mejillas se inflamaron, toda su vida pareció asomar a sus ojos, y en la inquietud que le agitaba se hubiera podido ver que su espíritu estaba fluctuando entre el temor de saber su suerte y el tormento de ignorarla. Poco a poco recobró la calma y la tranquilidad.