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Eulalia huyó de la habitación lanzando gritos espantosos, y Carlos perdió el conocimiento. Cuando algún tiempo después volvió en , la lámpara ya no brillaba y no le quedaban, de lo que había pasado, más que ideas vagas e inciertas, como las ilusiones de la noche. Extendió los brazos a tientas y tropezó con un cuerpo inmóvil y frío.

Jerónimo de Balbastro, Capuchino. A Violante Forteza, mujer de Rafael José Cortés, alias Filoa. El Doctor Raimundo Llinás, Rector de Santa Eulalia &c. El Reverendo P. M. José Artigues, Dominico &c. El P. Fr. Antonio Miralles, de S. Francisco de Asís &c. A Isabel Aguiló, mujer de Pedro Juan Aguiló de Pedro Juan. El Doctor Miguel Amer, Presbítero &c.

Bastaba que se supiese por toda la sociedad de Madrid el desliz o los deslices de Eulalia con un hombre casado. ¿Para qué suponer además que Eulalia guardaba íntimamente prendas de tal hombre? ¿No hubiera sido más prudente, ya que el novelista puede suponer cuanto se le antoje, o que Eulalia no hubiera llegado a tener tales prendas, o que las hubiera soltado natural y sigilosamente antes de concertar su boda?

Esta noticia pareció al principio consolarle mucho, pero la misma noche su estado empeoró, de tal modo, que se temía verle expirar a cada instante. Carlos, a quien una carta del desgraciado marido de Eulalia había enviado a llamar, acudió presuroso. El señor Spronck estaba tendido, sin conocimiento y casi sin vida.

Hallábanse las dos solas en el balcón de la alcoba de Eulalia, y ya sonaban los clarines anunciando la proximidad del Rey, cuando Amalia, ¡plum!, le soltó el pistoletazo. «Tu marido entretiene a una mujer, a una tal Fortunata, guapísima... de pelo negro... Le ha puesto una casa muy lujosa, calle tal, número tantos... En Madrid lo sabe todo el mundo, y conviene que también lo sepas». Quedose yerta.

Subieron con la misma cautela que habían bajado por la escalera de servicio, echó Enrique una ojeada al gabinete de su madre, y enterándose de que estaba allí Eulalia, subieron ya sin temor alguno al piso segundo y se posesionaron del cuarto de aquella señorita. Lo primero que hicieron fue echar el pasador a la puerta a fin de que no los sorprendiesen.

Y conocedor yo de este suceso, y empleándome como me empleo en el estudio de los duendes, según lo testifica mi ya celebérrimo libro El ente dilucidado, he venido por aquí a ver si me pongo en relación con el duende que visita a doña Eulalia y logro arrojarle de su lado, valiéndome de los medios que me suministra la ciencia.

Enrique había conseguido sosegar a su hermano; no de la misma suerte a Eulalia, quien, después de alzar muchas veces la cabeza y tragárselo a miradas, se resolvió a levantarse de la butaca y acercarse disimuladamente a él y a su primito; con gran disimulo también puso la nariz sobre la cabeza de ambos, y cerciorándose de que despedían un tufo aromático muy marcado, salió repentina y apresuradamente de la estancia.

Antes de haber recorrido la mitad del camino que nos conduce al sitio deseado, el prestigio cesa y el fantasma se desvanece, burlándose de nuestras esperanzas. ¡Dios me preserve de vivir mucho tiempo así! «¡Acercarme a Eulalia! decía yo esta mañana , ¡, vivir a su lado! ¡habitar donde ella habita! ¡respirar el aire que respira!» Y, desde entonces, todo lo que veo aquí me importuna.

Enrique y Miguel se miraron y sonrieron como cazurros; pero estaban un poco pálidos. A ver dijo doña Martina al criado, suba usted al cuarto de la señorita y dígale que ya estamos a la mesa. No hubo necesidad. En aquel momento apareció Eulalia, toda sofocada, con los ojos llorosos y una jofaina entre las manos. ¿Qué es eso? preguntó doña Martina con sorpresa.