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Conocida es la riqueza de los bordes del Vesubio, de los valles del Etna en las dilatadas raíces que empuja hacia el mar; conocido es también el paraíso que forma bajo el Himalaya el precioso circo volcánico del valle de Cachemira, y otro tanto sucede á cada paso en las islas del mar del Sur.

De Constanza pasaron a Suiza, y después a Italia. Un año anduvieron juntos, contemplando paisajes, viendo museos, visitando ruinas, cuyas sinuosidades y escondrijos aprovechaba Jaime para besar la nacarada piel de Mary, gozándose en sus auroras de rubor y en el gesto de enfado con que protestaba: «¡Shocking!...» La acompañanta, insensible como una maleta a las novedades del viaje, seguía la confección de un gabán de punto de Irlanda empezado en Alemania, seguido a través de los Alpes, a lo largo de los Apeninos y a la vista del Vesubio y del Etna.

Mitilene desembarca con poderoso ejército para conquistar la isla, y ya se prepara á recibirla y á pelear con ella Arminda con sus soldados, cuando Megera abre el cráter del Etna, que despide en todas direcciones corrientes de lava y de fuego, y que obliga á Mitilene á refugiarse en sus buques.

Vastos y horrorosos incendios que cubren todo el horizonte, erupción de rayos magníficos; Etna fantástico, que inunda de lava ilusoria la escena de invierno sin fin. Todo es prisma en una atmósfera de partículas heladas en que el aire se ha convertido en espejos y cristalitos. De ahí sorprendentes escenas de espejismo. Varios objetos vistos á la inversa, momentáneamente aparecen cabeza abajo.

Por otra parte, hay masas rojizas que al elevarse desde el seno de la tierra, sea en estado líquido, sea en estado pastoso, salen sencillamente de una ancha grieta del suelo y no las lanza un cráter, como las escorias del Vesubio y del Etna.

Encaminóse en seguida á Sicilia, dió la vuelta á esta isla magnífica, y ascendió á la cima del Etna, aunque era en el mes de marzo y toda la montaña, hasta sus faldas, estaba cubierta de nieve. Aguardábale aquí una aventura extraña.

El riachuelo Acis que festejaban Galatea y las ninfas del bosque y que el gigante Polifemo medio enterró entre las rocas, nos habla de una erupción del Etna, el gigante terrible, con la mirada de fuego, encendida sobre la como el ojo fijo del Ciclope; Cifanelo ó el Azulado que se coronaba de flores cuando el negro Platón vino á llevarse á Proserpina para abismarse con ella en las cavernas del infierno, nos hace aparecer los dioses jóvenes en la época de sus amores con la tierra virgen todavía; la encantadora Aretusa que la leyenda nos dice haber venido de Grecia nadando á través de las olas del mar Jónico, siguiendo la estela de las embarcaciones dóricas, nos cuenta la emigración de los colonos griegos en su marcha gradual de progreso hacia Occidente.

«Ved ese trono, centro de la tierra», dice Esquilo, hablando de Delfos. En muchos otros sitios, según la fantasía del poeta ó la imaginación popular, se erguía la columna central. Pindaro la veía en el Etna: los marineros del Archipiélago la ponían en el monte Athos: el gran hito que se veía siempre por encima del agua, ya dejando las orillas de Asia, ya navegando por los mares de Europa.

Un volcán de doce mil pies de elevación, tan grande como el Etna, despedía llamas. Nada de vegetación, ningún punto de reposo: sólo se ofreció á su vista una escarpada masa de granito donde ni la nieve se sostiene. No hay duda que aquello es la tierra. El Etna del polo, al que se dió el nombre de Erebus, allí queda con su columna de fuego para dar testimonio de este aserto.

Hubo un tiempo, excelsos dioses, en que los soberbios hijos de la tierra pretendieron escalar el Olimpo y arrebatarme el imperio, acumulando montes sobre montes, y lo hubieran conseguido, sin duda alguna, si vuestros brazos y mis terribles rayos no los hubieran precipitado al Tártaro, sepultando á los otros en las entrañas de la ardiente Etna.