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Una tarde, paseándose con Perla en un sitio retirado en las cercanías de su cabaña, vió al viejo médico con un cesto en una mano, y un bastón en la otra, buscando hierbas y raíces para confeccionar sus remedios y medicinas. ESTER Y EL M

Su fama y buen nombre, su posición, su vida, estarán en mis manos! ¡Guárdate de ello! Guardaré tu secreto, como guardo el suyo, dijo Ester. Júralo, replicó el otro. Y ella prestó el juramento.

Cuando nos hablamos la última vez, dijo Ester, de esto hace unos siete años, os complacísteis en arrancarme la promesa de que guardara el secreto acerca de las relaciones que en otro tiempo existieron entre nosotros. Como la vida y el buen nombre del ministro estaban en vuestras manos, no me quedó otra cosa que hacer sino permanecer en silencio de acuerdo con vuestro deseo.

No hablaré, replicó Ester volviéndose pálida como una muerta, pero respondiendo á aquella voz que ciertamente había reconocido. Y mi hija buscará un padre celestial: jamás conocerá á uno terrestre. ¡No quiere hablar! murmuró el Sr.

Ahora, en los últimos momentos de su vida, se presenta ante vosotros; os pide que contempléis de nuevo la letra escarlata de Ester; y os dice que, con todo su horror misterioso, no es sino la pálida sombra de la que él lleva en su propio pecho; y que aun esta marca roja que tengo aquí, esta marca roja mía, es solo el reflejo de la que está abrasando lo más íntimo de su corazón. ¿Hay aquí quién pueda poner en duda el juicio de Dios sobre un pecador? ¡Mirad! ¡Contemplad un testimonio terrible de ese juicio!

Padecimientos, he tenido muchos; penitencia, ninguna. De lo contrario, hace tiempo que debería haberme despojado de este traje de aparente santidad, y presentarme ante los hombres como me verán el día del Juicio Final. ¡Feliz , Ester, que llevas la letra escarlata al descubierto sobre el pecho! ¡La mía me abrasa en secreto!

Había varios pliegos de papel de á folio que contenían muchos particulares acerca de la vida y hechos de una tal Ester Prynne, que parecía haber sido persona notable para nuestros antepasados, allá á fines del siglo diez y siete.

Lo que es en este viaje no habrá temor de escorbuto ó tifus; porque con el cirujano de abordo, y este otro médico, nuestro único peligro serán las píldoras ó las drogas que nos administren, pues tengo en el buque una buena provisión de medicinas que compré á un buque español. ¿Qué está Vd. diciendo? preguntó Ester con mayor alarma de la que quisiera haber mostrado. ¿Tiene Vd. otro pasajero?

¡ no eres mi hija! ¡ no eres mi Perla! dijo la madre con aire semi risueño, porque frecuentemente en medio del más profundo dolor le venían impulsos festivos. Díme, pues, quién eres y quién te ha enviado aquí. Dímelo, madre mía, respondió Perla con acento grave, acercándose á Ester y abrazándose á sus rodillas, dímelo, madre, dímelo. Tu Padre Celestial te envió, respondió Ester.

Esta es ya una vida mejor. ¿Por qué no nos hemos encontrado antes? No miremos hacia atrás, respondió Ester, lo pasado es pasado: ¿para qué detenernos ahora en él? ¡Mira! con este símbolo deshago todo lo hecho y procedo como si nunca hubiera existido.