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Á pesar de lo solitario de la situación de Ester, y aunque no tenía un amigo en la tierra que se atreviese á visitarla, no corría sin embargo el riesgo de padecer escaseces. Poseía un arte que bastaba para proporcionarle el sustento á ella y á su hijita, aun en un país que ofrecía comparativamente pocas oportunidades para su ejercicio.

Mientras pasaba la procesión, la niña estuvo inquieta, moviéndose y balanceándose como un ave á punto de emprender el vuelo; pero cuando todo hubo terminado, miró á Ester en el rostro, y le dijo: Madre, ¿es ese el mismo ministro que me besó junto al arroyo?

Inmediatamente quedó un espacio franco al través de la turba de espectadores. Precedida del alguacil, y acompañada de una comitiva de hombres de duro semblante y de mujeres de rostro nada compasivo, Ester Prynne se adelantó al sitio fijado para su castigo.

Tan vehemente encontró el pueblo la alocución del joven ministro, que todos creyeron que Ester pronunciaría el nombre del culpado, ó que bien éste mismo, por elevada ó humilde que fuera su posición, se presentaría movido de interno é irresistible impulso y subiría al tablado donde estaba la infeliz mujer. Ester movió la cabeza en sentido negativo.

Ester rechazó la medicina que le presentaban, fijando al mismo tiempo con visible temor las miradas en el rostro del hombre. ¿Tratarías de vengarte en la inocente criatura? dijo en voz baja. ¡Loca mujer! respondió el médico con acento entre frío y blando. ¿Qué provecho me vendría á de hacer daño á esta pobre y bastarda criatura?

Después de separarse del médico, el capitán del buque con destino á Brístol empezó á pasearse lentamente por la plaza del mercado, hasta que, acercándose por casualidad al sitio en que estaba Ester, pareció reconocerla y no vaciló en dirigirle la palabra.

Al fin, cuando concluyó de arrojar las flores, la niña permaneció en pie mirando á Ester precisamente como aquella imagen burlona del enemigo que la madre creía ver en el abismo insondable de los ojos negros de su hija. Hija mía ¿quién eres ? exclamó la madre. ¡Oh! yo soy tu pequeña Perla, respondió.

Pero como en realidad Perla era al mismo tiempo una y otra cosa, pudo Ester imaginarse perfectamente que la apariencia de la niña guardaba completa semejanza con la letra escarlata.

Después de un rato, el ministro fijó los ojos en los de Ester. Ester, dijo, ¿has hallado la paz del alma? Ella sonrió tristemente dirigiéndose una mirada al pecho. ¿La has hallado ? le preguntó ella á su vez. No: no; solamente desesperación, contestó el ministro. ¿Ni qué otra cosa podía esperar, siendo lo que soy, y llevando una vida como la que llevo?

Entonces Ester, trémula y convulsa, apretó con la mano el signo fatal, como si instintivamente quisiera arrancárselo del seno. ¡Tan intensa fué la tortura que le causó la acción de aquella criaturita! Y como si la agonía que revelaba el rostro de la madre, no tuviera otro objeto que divertirla, la niñita fijó las miradas en ella y se sonrió.