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La biblioteca estaba en el último piso; una gran sala, por cuyas ventanas entraba á raudales la luz del sol, viéndose desde ellas los montes inmediatos, verdes y limpios de niebla. Unos cuantos cuerpos de la estantería contenían diversas ediciones de clásicos griegos y latinos, encuadernados en pergamino.

Las confiterías sevillanas de antaño tenían un aspecto general que no dejaba de ser característico; en el mostrador no se exhibían los dulces para excitar el apetito: antes por el contrario, se ocultaban los toscos tableros, que sólo se sacaban á petición del comprador; los botes con los almíbares y las conservas se colocaban en largas hileras en la estantería, en cuyo testero principal no faltaban nunca una hornacina, con una escultura religiosa ó con un cuadro devoto, ante el que ardía cierta lamparilla de aceite, y completaban el menaje del establecimiento dos grandes velones, una bandeja con jarro, vasos, un peso de cobre y uno ó dos bancos toscos, en los cuales tomaban asiento y descansaban por las tardes los amigos del dueño, que nunca dejaban de formar allí su tertulia, más ó menos numerosa.

La biblioteca corría parejas con el resto de la casa en lo destartalada y sucia. Era una gran pieza cuadrada, de techo abovedado, cuyas paredes estaban cubiertas a trechos de tosca estantería con libros.

Tomaba extrañas e increíbles posturas. A veces las piernas en cruz subían por un tablero próximo hasta mucho más arriba de donde estaba la cabeza; a veces una de ellas se metía dentro de la estantería baja por entre dos garrafas de drogas. En los dobleces del cuerpo, las rodillas juntábanse a ratos con el pecho, y una de las manos servía de almohada a la nuca.

Soledad guardó silencio. Alzóse de la silla en que estaba y se puso á arreglar las botellas de la estantería. Velázquez se acercó de nuevo á ella suplicante. Lo que te pido no creo que te ha de costar mucho trabajo... Déjame echar á ese hombre de casa, y yo te prometo no molestarte más con celos... Tampoco dijo nada la tabernera. Hubo una larga pausa.

Sucedía esto allá en Cádiz, en una taberna del Campo del Sur, no lejos de Capuchinos, frente al mar Océano. Para entrar en la tienda era menester subir tres escalones. Cerca de la entrada, á mano izquierda, estaba el mostrador: detrás de él la gran estantería repleta de botellas. Á un lado toneles y barriles y terciados sobre éstos varios zaques de vino.

Una vez en la trastienda, que era una sala cuadrada bastante sucia, vestida de estantería de madera llena de piezas de paño y sembrada, sobre todo hacia los rincones, de multitud de objetos polvorientos y enmohecidos, las señoras se despojaron de sus abrigos. En el centro había una gran mesa cubierta con tapete azul, y colgando sobre ella una lámpara idéntica á la de la tienda.

Por encima de aquéllas, las paredes estaban cubiertas con grandes cuadros empolvados y rotos, copias de la pintura flamenca que el cabildo había relegado a aquel rincón. Sobre la estantería se alineaban los antiguos sillones de la casa: unos a la española, austeros, de líneas rectas, con deshilachados rapacejos; otros de forma griega, con las patas curvas y embutidos de marfil.

Colocó en él, según lo previamente pactado y convenido con su mujer, un mostrador y una estantería que improvisó con cuatro tablones viejos, e invirtió el resto de la herencia en aceite, aguardiente de caña, hormillas, hilo negro, cordones de justillo y otras baratijas por el estilo.

Todo estaba arreglado ya, excepto un tramo de la estantería donde Julián columbró los lomos oscuros, fileteados de oro, de algunos libros antiguos.