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Ya todo terminó; ya te marchaste; ya no estás a mi lado; ya se abrieron tus alas y volaste a la inmensa región de lo ignorado. ¡Que triste, Lina mía, nuestra casa quedó! te has llevado nuestro afán de vivir, nuestra alegría, la esperanza de todo lo soñado cuando estabas en nuestra compañía.

¡Pobre madre mía! dijo la joven conmovida y sonriente al mismo tiempo, tan mal concordaba esa idea con la indolencia maternal. Si debiera dejarte pronto, me alegraría de que no te quedaras en este pueblo de iroqueses, de saber que estabas rodeada de afecciones dignas de ti y de pensar que encontrarías una segunda madre... ¡Dios mío! ¿En quién?

Di ajumao, que es más bonito y atenúa un poco la gravedad de la falta. Pues como estabas ajumaíto, no eras responsable de lo que decías. Pero qué, ¿se me escapó alguna palabra que te pudiera ofender? No; sólo una media docena de voces elegantes, de las que usa la alta sociedad. No las entendí bien. Lo demás bien clarito estaba, demasiado clarito.

¿Quién es ese caballero? le preguntó Elena. No te lo he presentado porque estabas muy distraída... Es el conde de Peñarrubia. ¿Tu marido? exclamó Elena dando un salto en la butaca.

Al parentesco hay que perdonárselo todo... El otro, ¡qué dulzura!, ¡qué brío al mismo tiempo!, ¡qué modo de filar las notas! ¿Pero filan también las notas en el Congreso? preguntó Elena con asombro. ¿Qué estás diciendo ahí, criatura? Hablo de Marconi. Perdona, hija: pensé que te referías a Pérez, de quien estabas hablando. ¡Y el sainete de Ruiz que se estrenó en Lara! Delicioso, delicioso.

El maldito inglés tuvo la culpa y me la ha de pagar. ¡Dios mío, cómo me puse!... ¿Y qué dije, qué dije?... No hagas caso, vida mía, porque seguramente dije mil cosas que no son verdad. ¡Qué bochorno! ¿Estás enfadada? No, si no hay para qué... Cierto. Como estabas... Jacinta no se atrevió a decir «borracho». La palabra horrible negábase a salir de su boca. Dilo, hija.

Esto todo será que yo prosiga mi viaje, no con aquel contento con que le comencé, sino con toda melancolía y tristeza. ¡Oh buen hermano mío, y quién supiera agora dónde estabas; que yo te fuera a buscar y a librar de tus trabajos, aunque fuera a costa de los míos! ¡Oh, quién llevara nuevas a nuestro viejo padre de que tenías vida, aunque estuvieras en las mazmorras más escondidas de Berbería; que de allí te sacaran sus riquezas, las de mi hermano y las mías! ¡Oh Zoraida hermosa y liberal, quién pudiera pagar el bien que a un hermano hiciste!; ¡quién pudiera hallarse al renacer de tu alma, y a las bodas, que tanto gusto a todos nos dieran!

Lorenzo penetró en el dormitorio, ligeramente preocupado con la actitud en que había sorprendido a Melchor, y le dijo: ¿No te sientes bien? ¿Yo?... ¡Perfectamente!... ¿Por qué? Me dijo Ricardo que estabas sin muchas ganas de levantarte. ¡Cosas de Ricardo! ¡Tenía un poco de sueño y nada más!... en un periquete me visto e iremos a dar un galope; espérate.

Cuando el cochero te trajo a casa y Glave corrió a buscar a Walker, yo me imaginé que morirías antes de que llegase. No sentía palpitar tu corazón, y estabas completamente helado. ¡No adivino quién puede ser el infame que me ha herido! grité. ¡Por Jacob! que si lo pillo, me parece que allí mismo le retuerzo su precioso cuello.

¡Oh qué reloj tan fastidioso! exclamó la generala apoderándose de él y metiéndoselo de nuevo en el bolsillo sin permitir que lo abriese. Antes, cuando estabas a mi lado no hacías tanto uso de esa alhaja.