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Las damas que estaban muy quejosas, Diciendo, que con ellas se ha mostrado El Concilio con leyes rigurosas, Que el uso de rebozos ha quitado. En Lima vereis damas muy costosas De sedas, tramasirgos y brocados En las fiestas, y juegos arreadas, Mas los rostros y caras muy tapadas.

Cuando estaban ocupados en estas y otras providencias, llegó la noticia de que se acercaban los indios Challapatas.

Quiso éste acompañarla hasta su casa: la prendera no lo consintió. Pero cuando se estaban despidiendo cruzó como un huracán a su lado don Laureano Romadonga. ¿Qué le pasa a ese hombre? preguntó la seña Rafaela. No ; va muy pálido. Nunca le he visto de ese modo.

En el momento que encontré a aquel marinero estaban cerrando el puerto. Yo no conocía a nadie, y me alegré de relacionarme con alguien que pudiese darme una orientación. Le dije a mi nuevo conocido que no tenía plaza en ningún barco, que deseaba ir a América, y le enseñé mis certificados de buena conducta. El hombre me dijo: No se apure usted.

La tripulación china, que los había abandonado vilmente en el momento en que iban a emprender la persecución de los salvajes para recobrar las calderas, no estaba a bordo del junco. Todos habían desembarcado, y estaban dispersos entre las tiendas, los depósitos de trépang y las hornillas; ¡pero en qué estado!

Muy hermosa la isla y su romántico albergue durante los primeros meses, cuando lucía el sol, estaban verdes los árboles y las costumbres isleñas ejercían sobre su ánimo el encanto de una novedad bizarra. Pero había venido el mal tiempo, la soledad era intolerable, y la vida de los campesinos se le aparecía con toda la rudeza de sus bárbaras pasiones.

Manos Duras iba ahora á todas partes con unos amigos suyos de la Cordillera que estaban alojados en su rancho: gente mala y poco temerosa de Dios. ¡A saber lo que traerían entre manos!... También le había indicado, en su diálogo á la puerta del corral, que tal vez hiciese pronto un largo viaje, y esta era la razón de haber venido á molestar á la señora por si quería mandarle algo.

Su aposento y el mío, para cubrir las apariencias, sólo estaban separados por un gabinete y se comunicaban por dos puertas de escape.

Ya los cristianos que habían de bogar el remo estaban prevenidos y escondidos por diversas partes de todos aquellos alrededores.

D. Diego y D. Paco estaban sentados en el corredor, el uno frente al otro, mirándose como dos esfinges de la tristeza, y en las manos del último los verdes cardenales indicaban el suplicio de que había sido víctima. El infeliz anciano a ratos hendía los aires con la ráfaga de sus fuertes suspiros, que habrían hecho navegar de largo a un navío de línea.