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La determinación de no salir a paseo puso a la señorita de mal talante, porque no podía hablar con su novio, que a aquella hora estaba clavado en la esquina de la calle de los Tres Peces, esperando a que saliese la familia para incorporarse.

Entonces le llamó la atención una persona que, fija en la esquina, la miraba con tenacidad. Segura de que no era él volvió la cara, y no se cuidó más de aquella persona. Cerró el balcón, porque sentía fatiga y mucha necesidad irresistible de dormir. Fué á su cuarto, y sentada en una silla, recostó la cabeza sobre la cama.

Solamente Raúl tenía el privilegio de alegrarla un poco; sus visitas, aunque frecuentes, resultaban para ella escasas. Cuando su elegante silueta aparecía en la esquina de la calle animaba la cara de la viuda un reflejo de vida. Siempre era ella la primera que le veía, y decía guiñando sus ojos de miope: Ahí viene don Raúl; ¿qué traerá hoy?

En una de mis nocturnas excursiones en Lóndres me hallé cerca de siete ú ocho músicos italianos que daban un concierto público en una esquina de la gran calle del Regente.

Al llegar a una esquina, donde la afluencia del tráfico hace imposible el tránsito, se detienen y miran simplemente al policemán, que de pie en medio de la calle, con la gravedad de una estatua, vigila con ojo activo cuanto pasa a su alrededor.

En la esquina del puente, un pobre, decentemente vestido y con trazas de militar, pedía limosna con sólo una inflexión suplicante de la voz y un doliente fruncimiento de cejas. Conforme dejaban atrás el puente, llegando a internarse en la frondosa alameda que a Vesse conduce, dilatábasele el corazón a Lucía, creyendo hallarse de veras en el campo.

Y obsesionada por estos recuerdos, doña Manuela permanecía inmóvil en la esquina, como asustada por el gentío, sin fijarse en las miradas poco respetuosas que alguno que otro transeúnte le dirigía.

Consistía este experimento en abrir por medio del fuego un boquete en la madera. Doña Feliciana saltó con presteza del lecho, y de una esquina del cuarto tomó una asta o varilla de palo a cuyo extremo adaptó un puntiagudo rejoncillo de hierro. Era ésta el arma con que acostumbraban salir al campo todos los hacendados. Así prevenida, nuestra heroína se colocó en acecho tras la puerta.

Me detuve un instante, y seguí con mirada curiosa a la encantadora señorita, deslumbrado a veces por el reflejo del sol poniente que centelleaba en las brillantes ruedas del carruaje. Acudí con toda puntualidad a la cita del abogado. Aguardé en la esquina próxima la hora señalada, y al sonar ésta en el reloj de la Parroquia me presenté en el despacho.

Por fin, un día se volvió desde la esquina y le hizo un nuevo saludo con la mano. "Vamos, he perdido la vergüenza", murmuró después poniéndose colorada. Y tan verdad era, que desde entonces no pasó otra vez sin hacer lo mismo. Pero aquella situación, aunque graciosa y original, iba pareciéndole pesada.