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El joven mayorazgo estaba vestido del modo siguiente: una ancha faja de seda color de amaranto le ceñía el cuerpo; sus calzones de ante se ataban bajo la rodilla, y sobre las medias de seda llevaba gruesas botas de cordobán con espuelas de plata.

El caballero, sin esperar a que le quitasen las espuelas, llamó al huésped, y retirándose con él aparte en una sala, le dijo: Yo, señor huésped, vengo a quitaros una prenda mía que ha algunos años que tenéis en vuestro poder; para quitárosla os traigo mil escudos de oro, y estos trozos de cadena, y este pergamino. Y diciendo esto, sacó los seis de la señal de la cadena que él tenía.

-Yo, señores -respondió don Quijote-, os lo agradezco, pero no puedo detenerme un punto, porque pensamientos y sucesos tristes me hacen parecer descortés y caminar más que de paso. Y así, dando de las espuelas a Rocinante, pasó adelante, dejándolos admirados de haber visto y notado así su estraña figura como la discreción de su criado, que por tal juzgaron a Sancho.

Y metiendo espuelas á su caballo salió á todo galope, no sin hacer antes á Ricardo un gesto de desprecio. Quedó éste avergonzado por la cruel despedida de la amazona y sin deseos de seguirla. Después su vanidad se alborotó, y quiso alcanzarla para que reconociese que no era un «chapetón», un torpe, como ella creía.

La historia nos cuenta que próximos á chocarse los ejércitos de Haroldo y de Guillermo el Conquistador, un caballero normando, dando espuelas á su caballo, entonó entre los dos ejércitos el célebre canto carlovingiano, que conocemos desde aquella época con el título de «Cancion de Rolando», y que es la mas sublime epopeya de la edad media.

¡Oh! ¡vuestras espuelas! exclamó ¡nos hemos olvidado de que os las quitáseis! Pues me las quitaré dijo Montiño. No, no, seguid adelante; en esta galería no podemos detenernos; ¡oh Dios mío! Y la dama siguió andando de prisa. Al cabo de un buen espacio de marcha por habitaciones obscuras y sonoras, la dama se detuvo y soltó la mano de Montiño. ¡Ah! dijo el joven. Hemos llegado contestó ella.

Admirable, señora, admirable contestó el coronel con voz cavernosa. A ver Rivera, V. la vuelta para que le examinemos por todas partes... D. Bernardo giró gravemente en redondo, haciendo sonar el terrible espadón y las espuelas. En aquel instante se oyó un resuello singular en la estancia, al cual siguió una explosión de carcajada contenida.

Y, en diciendo esto, apretó los muslos a Rocinante, porque espuelas no las tenía, y, a todo galope, porque carrera tirada no se lee en toda esta verdadera historia que jamás la diese Rocinante, se fue a encontrar con los diciplinantes, bien que fueran el cura y el canónigo y barbero a detenelle; mas no les fue posible, ni menos le detuvieron las voces que Sancho le daba, diciendo: ¿Adónde va, señor don Quijote? ¿Qué demonios lleva en el pecho, que le incitan a ir contra nuestra fe católica?

El cantor oyó la grita sin turbarse; viósele de improviso sobre el caballo, echando una mirada escudriñadora sobre el círculo de soldados con las tercerolas preparadas, vuelve el caballo hacia la barranca, le pone el poncho en los ojos y clávale las espuelas.

Unos y otros miraban al Perú como tierra conquistada, propia; unos y otros hacían resonar sus espuelas en el pavimento de la ciudad de los reyes con la altivez de triunfadores, y tal vez con la conciencia de la superioridad sobre los que acababan de libertar. ¡Y qué hombres! Sucre, Córdoba... de un lado; Lavalle, Necochea... del otro. ¡Nubes en presencia, cargadas de electricidad!