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Y al llevar, diciendo esto, la mano derecha a la empuñadura de la espada, vieron todos que le faltaban en aquella los dos dedos de en medio. Un casco de granada se los arrancó en Alcolea.

Vuestra es la culpa, señor, que me habéis rebajado a la par de la servidumbre. El mayorazgo, los honores, las caricias, todo es poco para Gonzalo. Precisáis, además, cubrille de joyas, como a un santo milagroso, dalle todo lo bueno; el mejor caballo, la espada más rica, y gastar en sus galas más de lo que podéis. ¡Oste!

Brotaba chispas su espada; relámpagos, su pensamiento. Dominó, coronó, ascendió. Y al caer, rota la frente, en un charco de sangre, hubo irrupción de llamas en el cielo, aglomeración de palmas en la tierra, condensación de recuerdos y sentimientos en el corazón de los americanos. Para llorar a Martí no son suficientes las lágrimas de todos los hombres ni el grito clamoroso de todos los siglos.

Unas volvían la cabeza, como para no ver al torero; otras le miraban con ojos de desconsoladora conmiseración. El espada achicábase, como si quisiera pasar inadvertido; se ocultaba detrás de la corpulencia del Nacional, ceñudo y silencioso. Un grupo de muchachos rompió a silbar siguiendo el carruaje.

No se le dijera entonces un abogado de estos tiempos, sino uno de aquellos trovadores que sabían tallarse, hartos ya de sus propias canciones, en el mango de su guzla la empuñadura de una espada.

Sea, pues, la conclusión de mi plática, señor hidalgo, que vuesa merced deje caminar a su hijo por donde su estrella le llama; que, siendo él tan buen estudiante como debe de ser, y habiendo ya subido felicemente el primer escalón de las esencias, que es el de las lenguas, con ellas por mesmo subirá a la cumbre de las letras humanas, las cuales tan bien parecen en un caballero de capa y espada, y así le adornan, honran y engrandecen, como las mitras a los obispos, o como las garnachas a los peritos jurisconsultos.

Entre mis muchas aventuras tampoco me ha faltado la de toparme de manos á boca con bergantes que encubrían sus traidores designios pretendiendo ser mensajeros de Su Alteza, insistió el señor de Morel. Veamos qué credenciales os abonan. ¡Á la fuerza, entonces! gritó el jinete echando mano á la espada. Si sois caballero, dijo el barón, continuaremos nuestra entrevista aquí mismo.

El joven tenía delante dos enemigos que le acometían ciegos de furor; pero alcanzaba con su espada á uno y otro lado de la habitación, y no les dejaba avanzar. El alférez, con la espada envainada, estaba detrás del joven. Juan Montiño volvía la luz de su linterna, tan pronto sobre el uno como sobre el otro de sus enemigos. De tiempo en tiempo les metía un furioso cintarazo.

Miró Cristela al enano de pies a cabeza, con mirada tan despreciativa, que a no llevar Bob puesta su cota de hierro bajo el mandil de cuero, hubiérale partido en dos mitades como la espada de un gigante. ¿Cómo se atrevía esa rata de las montañas a suponer que ella, Cristela, la princesa mejor educada de la cristiandad y sus alrededores, tuviera una mala costumbre?... Verdad que de pequeña tuvo algunas, como la de pellizcarse la nariz, comerse las uñas y empujar con el dedo la comida servida en el plato... Pero todas fueron corregidas por las reprensiones y castigos que le impusiera la reina, su agusta madre.

Luego, estrujándole con fuerza la máscara sobre el rostro, acabó por arrancársela con rabioso tirón. San Vicente desenvainó a su vez, y exclamando: «¡Muera!», se arrojó sobre su rival. Pero éste le esperaba ya con el acero tendido. Gonzalo se detuvo, y blandiendo furiosamente la espada, gritó de nuevo: Pida perdón el alevoso. Vos a , villano, por vuestras calumnias menguadas.