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9 No los grandes son los sabios, ni los viejos entienden el derecho. 10 Por tanto yo dije: Escuchadme; declararé yo también mi sabiduría. 11 He aquí yo he esperado a vuestras razones, he escuchado vuestros argumentos, entre tanto que buscábais palabras. 12 Y aun os he considerado, y he aquí que no hay de vosotros quién redarguya a Job, y responda a sus razones.

Hasta ahora sólo ha entrado el rey; pero sentáos, sentáos y escuchadme bien: exceptuando lo mal que os trata á Lerma y á vos, yo no sabría con qué pagar á quien me ha procurado los medios de llegar hasta aquí... de poder entenderme buenamente con vos: yo hubiera preferido que esa puerta hubiese dado inmediatamente al dormitorio de la reina.

Yo también siento irme y perder esta última tarde que creía poder pasar con vos. ¡Pero ya que es preciso!... mañana volveré a saber de vuestra hermana. Ella misma os recibirá. Os repito que no es nada lo que tiene. Pero no os escapéis tan pronto, os ruego; concededme siquiera un cuarto de hora de conversación. Tengo que hablaros. Sentaos ahí y escuchadme.

¡Me estáis desgarrando el alma, Dorotea! exclamó dolorosamente don Juan. Lo siento, y esto me hace más desgraciada; daría yo porque me olvidárais mi eternidad. Escuchadme dijo don Juan tomando á Dorotea una mano que ardía y que al sentir la mano del joven tembló. Decid. Cerremos los ojos á todo. Lo sucedido no tiene remedio. Olvidáos de que me he unido á doña Clara.

Manteneos tranquilo y escuchadme hasta el fin; la felicidad de toda vuestra vida, quizá dependa de vuestra sangre fría... Después de pensarlo bien, me acordé del afecto que me tenéis; la gratitud y la compasión vencieron, y he pensado que sois sin duda víctima de personas perversas que quieren librarse de un testigo inocente, mediante alguna cobarde traición.

Luego dijo con doble anhelo: ¡Pero mi padre!... ¡Tu padre!... dijo el bufón ¿quién sabe lo que ha sido de tu padre? Sentáos, hija mía, sentáos y escuchadme dijo el padre Aliaga. Dorotea se sentó, y esperó en silencio y con ansiedad á que hablase el padre Aliaga, que se sentó á su vez en el sillón aquel que en otros tiempos había servido al padre Chaves para confesar á Felipe II.

Si queréis convencerme de que realmente me amáis, respetad al menos vuestro amor por . Tenéis razón, Marta; la felicidad me hace perder la cabeza murmuró el intendente, dominado y casi desconcertado . Volvamos a sentarnos y escuchadme. Hacéis mal en asustaros por la demostración primera de mi amor sincero, y vais a reconocerlo inmediatamente.

Si no os amara, si no fuérais para antes que todo, ¿me hubiera casado con vos, sin pretender aclarar antes de nuestro casamiento el misterio de tal casamiento? Sentáos, don Juan, sentáos y escuchadme: escuchadme como si jamás me hubiérais hablado de amores, como si no fuéramos marido y mujer. Pero...

Es necesario, Marta; tenéis que comprender que la menor debilidad puede volverse un crimen, y que vuestra respuesta va a decidir como un fallo supremo respecto de la vida de vuestra hija y de vuestra felicidad misma. Dicho esto, tomó la mano de su amiga y agregó con tierna compasión: Tened valor y escuchadme con calma... El señor Mathys quiere hacer para con vos una tentativa solemne y decisiva.

Soy una mujer perdida, y no comprendo cómo vos, señor, podéis haberos enamorado de , como no he podido comprender nunca por qué de se enamoró don Hugo. Tenéis una hermosura maravillosa, doña Ana. Gracias, muchas gracias, señor, pero escuchadme todavía, que aún no he concluído. Os escucho.