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Esto es todo lo que tenía que decir a usted. Conste. De hoy en adelante esperaré su buen deseo. Vuelto a su casa después de esta declaración un poco original, el digno notario se sentó muy pensativo en su escritorio. ¡También ella! murmuró con un poco de despecho. Una inteligencia tan superior dejarse coger por las vulgaridades de ese belitre... ¿Qué tiene ese hombre de particular?

La Baronesa dio una palmada y exclamó: ¡Eso es lo que yo he dicho desde el principio! El comisario, a una señal del juez, se puso a buscar. Pocos muebles había en el cuarto de la muerta. La cama, un ropero con espejo, una cómoda, un pequeño escritorio colocado contra la ventana, en plena luz, y en un ángulo una mesita de trabajo, era todo lo que formaba el menaje.

Mi religión... mi religión exclamó colérico, no sabiendo por dónde comenzar. ¿Qué tienes que decir de ella? Mañana discutiremos en el escritorio... y si no, ahora mismo... Pero Fermín no le dejó continuar. Mañana no será fácil dijo con calma. No nos veremos mañana, y tal vez nunca. Ahora tampoco puede ser: tengo prisa... ¡Salud, don Pablo!

Me senté en mi escritorio y escribí: «Todo ha concluido, señor cura. Se han casado y se han ido felices, encantados. Hubiera dado diez años de mi vida por hallarme en lugar de Juno. Con quien, vos sabéis. ¿Cuándo será eso? «¿Sabéis lo que me ha dicho mi tío? Me ha asegurado que los hombres que aman sólo una vez son tan raros como el Pico de la Aguja Verde.

Fermín obedeció a su padre, manteniéndose en una reserva prudente. Dejaba sin respuesta las pullas de los compañeros de escritorio que, conociendo su amistad con Salvatierra, para adular al amo se burlaban de los rebeldes.

Salamanca no tiene que salir de su escritorio, para explotar las minas de las Californias; para Salamanca son Californias todos los países; las Californias van consigo. Salamanca seria el carácter más extenso, uno de los genios más grandes del siglo xix, que es el siglo más grande que registra la historia del mundo, si no le faltasen dos cosas. ¿Le faltan dos cosas? preguntará el lector.

Pero el otro no callaba; volvió a la carga sobre aquello de los pájaros gordos, que parecían repletos y sin embargo iban a pedirle un poco de alpiste, bajo secreto de confesión... Jacinto no chistó. O no hay nada, o no sabe nada se dijo don Raimundo. Entretanto, en el escritorio, Quilito se aburría.

La mejor jugada es no jugar contestaba. No insistía porque, al fin y al cabo, Jacinto iba a la Bolsa de su cuenta y riesgo, y tenían además las espaldas bien guardadas, pues detrás de la razón social estaba la robusta fortuna de don Bernardino. Antes de la una, salía Jacintito para la Bolsa, después de charlar en el escritorio con los amigos y discutir con míster Robert.

Comenzó a pasearse inquieto, en el escritorio, hasta que oyó la voz de Manuel que decía: "Ahí están", con un tono tal, que traducía a las claras su alegría por haber aventajado al amanuense en una información para el doctor, que era el Dios de ambos. No tardó en hallarse en su presencia un señor alto, de maneras distinguidas, vestido de negro, con el cabello blanco, cortado en forma de melena.

Las hermanas de Lorenzo llevaron los pañuelos a los ojos y en medio de un silencio de sollozos el padre de aquél se dirigió pausadamente hacia el escritorio en el que penetró despacio... ¡Sólo usted... sólo usted es capaz de este sacrificio! Qué sacrificio, señora, si Lorenzo es para un hermano. Y usted es para un hijo desde hoy.