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Tenemos mundo, tenemos clases, tenemos distinguidos y cursis; horas de tono y horas vulgares; y si no se puede con ricas telas, imitamos con percalinas la forma y los colores del vestido que, según la revista de modas que reciben las Escribanas o las de Codillo, llevaba una gran señora parisiense en cierta recepción del Elíseo.

No se hace otra cosa. ¡Ay, Dios mío! ¡Bah! no te apure eso... ¡No faltaba más! Mire usted, para que le vaya sirviendo de gobierno: vendrán seguramente esta mañana misma, las parientas esas, y acaso, acaso, las de Garduño, es decir, las Escribanas, y Codillo con sus hijas; tal vez se atrevan las de Martínez Liendres, las Corvejonas: creo que se atreverán, lo mismo que las Indianas.

Siempre quedan detrás de la fiesta ocho días largos de murmuraciones y disgustos. Por eso, si bien se mira, donde mejor lo pasa durante el invierno la juventud de ambos sexos, es en las reuniones que dan en competencia las Escribanas y las de Codillo, y, a veces, las Corvejonas.

Porque las Escribanas y las de Codillo, y Rufita González, pero principalmente las Escribanas, eran las que lo cernían en tertulias y en paseos, y las que escupían de medio lado y se tapaban las narices en mitad de la calle en cuanto oían nombrar a los Bermúdez o cosa que les perteneciera; lo que no impedía que cuando los tenían delante se despepitaran buscándoles el saludo.

Por lo pronto, cuando nos paguen ustedes la visita... y muchísimas veces más, como es natural entre personas de familia. ¿No es verdad, don Alejandro? ¡Ja, ja, ja! Adiós, Nieves. A la puerta del estrado se cruzaron con las Escribanas que entraban, muy arrebatadas de calor y un tanto airadas de semblante.

En algunas de ellas y en determinados puntos, se dejaron varios ejemplares: cincuenta en la de las Escribanas; otros tantos en el Casino; diez a Rufita González; cinco a las Corvejonas; igual número a las de Codillo y a las Indianas doce a los Carreños, y doce también a los Vélez, contando Maravillas con que todas estas gentes habían de tener señalado gusto en que la cosa circulara y se fuera propagando por la villa y fuera de ella.

A media visita, la mayor de las tres, que, como se recordará, estaba algo picada por haber visto a Leto, tan desabrido con ella, despepitarse con Nieves, y además sabía lo del paseo marítimo y otra porción de cosas, ciertas o soñadas, y era de suyo tan vehemente, cogiendo la ocasión por los cabellos, ¡zas! allá va una catilinaria sobre la falta de educación de «ciertos villavejanos que tenían en poco a las Santas del lugar, y luego se desvivían por adorar al primer zancarrón que les traían de la Meca». Las otras Escribanas, conociendo adonde iba el golpe, trataron de desviar la puntería con unas chanzonetas a su modo; pero la Escribana mayor no estaba jamás para bromas de sus hermanas, y en aquella ocasión menos que nunca.

Aquella misma tarde se encontró Leto con las Escribanas yendo él hacia la botica y ellas hacia la Glorieta. Nada tenía esto de particular; pero lo tuvo el que al pasar Leto codo con codo con la Escribana mayor, dijo ésta en voz airada volviendo la cara hacia él, que había saludado muy cortésmente: ¡Escandaloso!

En una de ellas, es decir, de las idas al balcón, le preguntó Nieves, en crudo como solía: ¿Por qué se puso usted colorado en el pinar cuando le pregunté si conocía a las Escribanas? Leto se alegró en el alma de que la noche fuera tan obscura como era, porque así no se desvirtuaría la sinceridad de la respuesta con la sofoquina que le había causado lo extraño de la pregunta.

Se habló mucho de esto; se fueron las Escribanas, y entraron, casi unos tras otros, el juez de primera instancia, el abogado Canales, Codillo con sus hijas, el médico don Cirilo, las Corvejonas y algunos notables más de la villa.