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Silencio sepulcral en toda la sala y saltos nerviosos de Butrón, que bufaba fuera de en su escondite.

En vos confío, Fenton, dijo el barón. Si Dios nos protege hemos de vernos reunidos otra vez aquí antes de una hora. ¡Adelante! Montó el barón el blanco caballo de Don Diego de Álvarez, y salió tranquilamente de su escondite seguido de sus tres compañeros.

A Jacinta le daban marcos cuando los miraba con fijeza. Ya se acercaban hasta tocar con su copudo follaje la ventanilla; ya se alejaban hacia lo alto de una colina; ya se escondían tras un otero, para reaparecer haciendo pasos y figuras de minueto o jugando al escondite con los palos del telégrafo. El tiempo, que no les había sido muy favorable en Zaragoza y Barcelona, mejoró aquel día.

Quintanar, desde su escondite, vio asomar entre los balaustres negros del balcón una cruz dorada, remate de un pendón viejo y venerable. Se puso de pies sobre la silla, siempre sin poder ser visto desde la calle, y reconoció a Celedonio con una cruz de plata entre los brazos.

Rosalía y D. Manuel, influidos favorablemente por la gala de la vegetación, la frescura del aire y el picor del sol de Mayo, se reverdecían, y a ratos casi eran tan chiquillos como los chiquillos, es decir, que charlaban atolondradamente, y su andar no era siempre todo lo mesurado que corresponde a personas graves, pues ya lo precipitaban, ya lo contenían más de la cuenta, mientras los niños jugaban al escondite entre las espesas matas.

Figúrate que, una noche, la sorprendí guardándose en el bolsillo unas cartas que había depositado Lautrec en un escondite convenido. No pudo negar, pues el delito era flagrante, y salió del paso con audacia y bromeando sin explicar nada. Esta intriga no me extraña y apenas me indigna por parte de Lautrec.

En efecto, pronto empezaron los árabes a buscar a su jefe y al prisionero. Algunos se dirigían al escondite. Los momentos eran supremos. Nunca había estado Gómez de Aguilar en peligro tan inminente 55 de su vida. Aquellos hombres no le habrían dado cuartel. Volvió sus ojos a Aliatar.

Según lo convenido, fueron dos estudiantes, socios también del Casino, a invitar a Belarmino si quería oír, desde un escondite, a un filósofo de paso. ¿De dónde es ese filósofo? preguntó Belarmino. De Kenisberga respondió uno de los estudiantes, que era muy desenvuelto. ¿Y cómo se llama? Cleo de Merode. ¿Y en qué habla? Anda, pues en filósofo. Todos los filósofos hablan una lengua especial.

Miguel quedó yerto en el fondo de su escondite. La generala, con voz demudada, preguntó desde fuera: ¿Qué es eso, Carmen? ¡Señorita... un sombrero de hombre sobre su cama! Hubo unos instantes de silencio, durante los cuales el corazón de Miguel daba saltos terribles. La generala se repuso muy pronto.

A falta de personas formales los niños tomaban posesión del paseo, utilizándolo para los juegos del aro, de la cuerda, de la pelota, pío campo, escondite, y otros no menos respetables, tan respetables, por lo menos, y por de contado más saludables, que los de el ajedrez, tresillo, ruleta y siete y media con que los hombres se divierten.