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Ellas podían salir á la calle escoltadas por un kepis galoneado que atraía las miradas de los transeuntes y los saludos de los inferiores. Cada vez que doña Luisa, aterrada por los vaticinios de su hermana, pretendía comunicar su pavor á la hija, ésta se revolvía furiosa: ¡Mentiras de la tía!... Como su marido es alemán, todo lo ve á gusto de sus deseos.

Pues bien: en las mujeres, esta especie de nostalgia hereditaria crea y fomenta los más quiméricos sinsabores, sin que ellas mismas se lo figuren, y yo apostaría cualquier cosa á que la síntesis de su pena es la siguiente: Echar de menos los gloriosos tiempos de la Conquista, en que el amor podía servir de corona al heroísmo, y envidiar simultáneamente la ventura de las Princesas árabes que conspiraban con los Caudillos cristianos en el Albaicín contra la corte de la Alhambra, y la felicidad de las ricas-hembras de Castilla que recorrían á caballo las vegas de Santafé y de la Zubia tras la hacanea de Isabel la Católica, escoltadas y servidas por la flor de la caballería cristiana y amenazadas de cautiverio por la flor de la caballería mora.....

Las tres niñas hablaban inglés y alemán e iban escoltadas por una institutriz roja y pecosa que miraba con tanto desprecio como la señora a los amigos del señor. De toda la familia, encerrada en su altivez triunfante, él era el único comunicativo y simple de carácter... cuando los suyos no estaban presentes.

Ferragut recordó las flotas á vela de otros siglos, escoltadas por navíos de línea, siguiendo su rumbo á través de incesantes batallas; los remotos viajes de los galeones de las Indias, saliendo de Sevilla para llegar en rebaño á las costas del Nuevo Mundo. La doble fila de cascos negros con penachos de humo avanzaba mansamente en las jornadas de bonanza.

Después de platicar un rato con Severiana en la salita de esta, salieron escoltadas por diferentes cuerpos y secciones de la granujería de los dos patios. A Juanín, por más que Jacinta y Rafaela se desojaban buscándole, no le vieron por ninguna parte.

Al día siguiente, las dos mujeres, escoltadas por un mozo de cuerda, se hicieron conducir al sur de la isla. Allí, en las inmediaciones de la villa Dandolo, encontraron una linda casita para vender o alquilar, con su verja y todo. Era la misma que la señora de Villanera había elegido para el señor de La Tour de Embleuse, en el caso en que éste se decidiese a pasar el verano en Corfú.

Acogían ruborosas los aplausos y gritos de entusiasmo, y así iban hasta sus asientos escoltadas por la familia. Pasaban entre las mesas damas rusas de alta diadema y vestiduras rígidas; niponas de menudo andar; polonesas con dolmanes ribeteados de pieles blancas; marineritos tentadores que enfundaban sus juveniles prominencias en un traje blanco cedido por un grumete. ¡Ollé! ¡Ollé!... ¡Carmén!

Señalándome aquel lugar, me dijo Pardo se le conocía con el nombre del camarín de Alaminos. Le interrogué sobre este particular y me contó que allí se había elevado un precioso kiosco de caña y flores en la visita de aquel general, al cual, según el testimonio de mi amigo, esperaban en aquel sitio más de 400 dalagas á caballo adornadas con sus mejores galas y escoltadas por unos 4.000 jinetes.

No ve á nadie detrás de él, pero sus ojos, á través de los grupos que ocupan las mesas, encuentran algo que hace temblar su voz. Esa es, príncipe. Miguel no la hubiese reconocido. Ve cómo entran en el café dos señoras, escoltadas por dos oficiales americanos.