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En la maleza adivinábase un misterioso rebullimiento de animales ocultos que escapaban despavoridos, tronchando ramas secas y haciendo llover hojas. Cerca de la Cascatinha, al pasar una revuelta del camino solitario, vieron tres automóviles parados, y cerca de ellos un ir y venir de hombres.

Fijándose bien, pudo distinguir la cara escrutadora de doña Lupe que la observaba... «¿Qué tienes?... Me has asustado. ¡Dabas unos mugidos...!, y de pronto te echabas a reír, ¡y se te escapaban unas palabritas...!». A las reiteradas y capciosas preguntas de su tía, contestaba evasivamente y con mucha torpeza. «¿En dónde has estado hoy?

No pudiendo mi imaginación abandonar el hilo de oro de sus ideas, aun todavía yo soñoliento, se me escapaban de mis labios estas palabras, que Bartolo, tomándolas por otras tantas interrogaciones matinales de las que acostumbro hacerle, procuraba satisfacer del mejor modo, entablándose así el siguiente diálogo: ¡Oh, Ismael!

El chico se divertía con otros junto a la fuente de la Alcachofa, mientras ellas charlaban con las demás niñeras sentadas en un banco. Los chicos se escapaban de vez en cuando corriendo hasta cierta distancia, como siempre; pero a una voz que les daban volvían a la plazoleta. Pues cuando se acercaba el oscurecer, al llamarlos para irse a casa, se encontraron con que no parecía el pequeño.

Otra señal de que había venido al mundo para ser o comercianta o nada, era que los cuartos ganados en la compra-venta se le pegaban al bolsillo, despertando en ella vagos anhelos de ahorro, mientras que los que por otros medios iban a sus flacas manos, se le escapaban por entre los dedos antes de que cerrar pudiera el puño para guardarlos.

La sarracina continuaba; muchos timoratos escapaban a la calle Piedad, espantados; otros se guarecían detrás de las puertas, de las columnas, de las mesas. Y en medio de la confusión, de las voces, de las carreras, de los golpes, la enseña de la autoridad se mostró... Rocchio, indomable, protestaba, siempre al pie de la pizarra y los compañeros de Jacinto.

Pero al llegar los jornaleros ante la puerta iluminada, detuviéronse con un temor que tenía algo de religioso. Nunca habían entrado allí. El aire, caliente, cargado de emanaciones de gas, y el rumor de innumerables conversaciones que se escapaban por las rendijas de la cancela, intimidábanles como la respiración de un monstruo oculto tras las cortinas rojas del vestíbulo.

En varios sitios veíanse tabladitos sostenidos por estacas y, sobre ellos, cantidad regular de macetas. Todas las viviendas tenían sus puertas abiertas, por donde se escapaban toques de luz que rayaban el pavimento empedrado. Constaban de un solo piso bajo. Algunas debían de tener estancias abuhardilladas, a juzgar por las bufardas que se veían en el tejado.

Trabajo, poco, y un calor de infierno que irritaba el mal humor de Pepe y hacía hervir en su interior la caldera de las maldiciones, que se escapaban a borbotones por su boca. La gente de posibles estaba allá lejos, en sus Biarritces y San Sebastianes, remojándose los pellejos, mientras él se tostaba en su cocherón. ¡Lástima que el mar no se saliera, para tragarse tanto parásito!

Los farolillos del restorán trazaban manchas purpúreas sobre los manteles, viéndose en torno de ellas los rostros de los que comían, con violentos contrastes de luz y de sombra. De los cuartos cerrados se escapaban escandalosos ruidos de besos, persecuciones y caídas de muebles. ¡Vámonos! ordenó Freya. Le molestaba este estrépito de orgía vulgar, como si deshonrase la majestad de la noche.