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Ni siquiera se ha dignado, decia, de atarme esta malhadada liga, que no quiero que me vuelva á servir, ¡Ha, ha! dixo la afortunada á la envidiosa, las mismas ligas llevais que la reyna: ¿las tomais en la misma tienda? Sumióse en sus ideas la envidiosa, no respondió, y se fué á consultar con el envidioso su marido.

Iban entrando los invitados en el parque artificial, bajo la curiosidad envidiosa del populacho, mantenido más allá de la alambrada por la vigilancia del comisario y sus cuatro hombres.

Después... un pecho anheloso sirviendo de almohada palpitante a un rostro agradecido, y, por fin, el resplandor del alba que, como virgen pálida y envidiosa, llamaba temblando en los vidrios del balcón para decir a los felices amantes: «¡BastaMas no todo lo que Cristeta sentía era deliciosamente impuro, no; que junto a la involuntaria tentación del deseo también bullían en su alma ideas ajenas al placer.

Por eso os habéis amado en el punto en que os habéis visto; por eso Dios ha querido que sea inevitable vuestro casamiento. Pero mi padre... Vuestro padre ¡vive Dios! se dará por muy contento con que os caséis de tal modo, y tales andan las cosas, que más servís para envidiada que para envidiosa.

Por un rey mago, negro por más señas, hubo unos dramas que acabaron en leña por partida doble, es decir, que Barbarita azotaba alternadamente uno y otro par de nalgas como el que toca los timbales; y todo porque Jacinta le había cortado la cola al camello del rey negro; cola de cerda, no vayan a creer... «Envidiosa». «Acusón»... Ya tenían ambos la edad en que un misterioso respeto les prohibía darse besos, y se trataban con vivo cariño fraternal.

Yo estaba bien dispuesta para con ella; pero parecía un poco envidiosa... sin duda porque yo no tenía anteojos. La joven se echó a reír agitando los rizos que revoloteaban en torno de su frente. ¿No siente usted, entonces, que se haya marchado? Realmente, . Se sabe lo que se deja, pero no lo que se toma; y ya que mi querida mamá no me juzga capaz de gobernarme yo sola...

De pronto tomaba el tren para presentarse por sorpresa en aquel hotelito de Madrid, nido ilegal y misterioso de su felicidad. Varias cartas anónimas le habían avisado las infidelidades de Judith. Alguna buena alma que conocía su dicha y deseaba turbarla: tal vez una antigua compañera de la divette, envidiosa de su bienestar.

Desaparece, máscara envidiosa, que tomas una forma que no es la tuya» dijo él; y Clara, ensangrentada, se ofreció a sus ojos, el brazo armado de un cuchillo aun húmedo, la vista extraviada, el pecho marchito y destrozado, la tez lívida. »La llegada del día no le libra de aquella sombra y sus sentidos caen en un sopor; ella murmura a sus oídos un largo suspiro.