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Alza su vuelo el águila altanera ráuda cruzando pueblos y naciones, y hace con sus despojos y pendones arco triunfal á su triunfal carrera. Tiembla aterrada y muda Europa entera por su acerada garra hecha girones desde las frias, árticas regiones, hasta la Italia donde el sol impera. Quiere herir al Leon envanecida, mas, de su roja crin tendiendo el pelo, su zarpa clava en ella y cae vencida.

La familia hizo de ello un misterio, y los murmuradores se contentaron con repetir que el capitán Fuenleal estaba loco por mi tía, pero que ésta envanecida y orgullosa de su hermosura, jugaba con el corazón de su amartelado, sin dejarse coger en las amorosas redes, sin dar prenda que la comprometiese más tarde. Pasaron los días, los meses y los años, y nada supo Pluviosilla del capitán Fuenleal.

Desde el principio de la estación, Max Platel se mostraba muy solícito con ella; la joven estaba envanecida, pues el novelista a un exterior atrayente reunía una reputación lisonjera, y la circunstancia de que se le reconociera talento, aumentaba el mérito de sus atenciones. Y nuestro amigo Huberto Martholl ¿cómo es que no se encuentra ya aquí? preguntó Diana.

Aquel mismo dia fué Mohammed á la mezquita á la hora de la azala, y hallándose en ella arreció la tormenta: ya el trueno y el relámpago se percibian juntos, y á poco con horrísono estruendo cayó un rayo en el soberbio edificio de Abde-r-rahman I, sobre la alfombra misma en que oraba el sultan, dejando instantáneamente sin vida á dos personas de su comitiva . ¡Justo castigo del cielo! pensarian espantados algunos de los cristianos ocultos, que por temor de la persecucion fingian seguir de grado la vida y costumbres de sus opresores . ¡Allah está por el sultan! prorumpirian los muslimes mas fervorosos al ver que el rayo habia dejado ileso á Mohammed matando á su mismo lado á dos hombres. ¿Dirán estos lo mismo cuando lleguen á la envanecida corte las tristes nuevas de calamidades mayores?

Toledo, la antigua capital del imperio godo, con su maravillosa catedral y sus palacios suntuosos, que, á pesar de sus ruinas, excitan nuestra admiración; Burgos, cuna del Cid, con sus almenas y torres góticas; la rica Barcelona, no inferior á ninguna ciudad de Italia en sus magníficos edificios públicos y privados; la bella Valencia, recostada en su encantadora huerta, como una reina en un lecho de rosas; Córdoba, la antigua capital de los califas, la puerta de oro por donde se derramaron en el Occidente las artes y el lujo de Oriente; Granada, el castillo encantado y romántico, la Bagdad europea, envanecida con su Alhambra, Generalife y Albaicín y con su fértil vega, cercada de sierras, coronadas de nieve, como de riquísima diadema; Sevilla, en fin, el emporio de las riquezas de América, la primera plaza comercial de Europa, con sus muelles llenos de extranjeros de todas las naciones, y agobiada por el peso de tantas riquezas; con su gigantesca catedral, el templo más vasto del orbe; con la esbelta torre de la Giralda, que se destaca de las tranquilas aguas del Guadalquivir, eran las joyas más preciadas de la bella Península.