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Lo que lo gusta es el vino bueno, y el arrak, que es el ron de la India, tanto que los cornacs le conocen el apetito, y cuando quieren que trabaje más de lo de costumbre, le enseñan una botella de arrak, que él destapa con la trompa luego, y bebe a sorbo tendido; sólo que el cornac tiene que andar con cuidado, y no hacerle esperar la botella mucho, porque le puede suceder lo que al pintor francés que, para pintar a un elefante mejor, le dijo a su criado que se lo entretuviese con la cabeza alta tirándole frutas a la trompa, pero el criado se divertía haciendo como que echaba al aire fruta sin tirarla de veras, hasta que el elefante se enojó, y se le fue encima a trompazos al pintor, que se levantó del suelo medio muerto, y todo lleno de pinturas.

Su buena suerte le enviaba á este tonto para que la entretuviese con su conversación durante una tarde larguísima, que sin esta visita hubiese resultado de monótona soledad. Al entrar en el salón, Moreno acarició los muebles con una mirada dulce y protectora, como si le perteneciesen.

Valga para ejemplo cierto mozo, de unos quince años de edad, hijo del aperador y favorito de don Alvaro, que este tenía siempre en casa para que entretuviese a los niños. Como el aperador era Calvo de apellido, al mozo le apellidaban Calvete. Y para que se vea lo mucho que hubo de sufrir en ocasiones la pulcritud de doña Inés, he de citar un caso que de Calvete me han referido.

Con todo eso yo no lo creo, solo envié dicho papel, como antes dije á Vuestra Señoria Reverendísima, para que se entretuviese en el viage, para lo cual cualquier patraña sirve; pero esta no deja de tener su apariencia de verdad. Desde la ciudad de Buenos Aires hasta la de los Césares, que por otro nombre llaman la Ciudad Encantada, por el P. Tomas Falkner, jesuita.

Calló, en diciendo esto, el enamorado mancebo, y el oidor quedó en oírle suspenso, confuso y admirado, así de haber oído el modo y la discreción con que don Luis le había descubierto su pensamiento, como de verse en punto que no sabía el que poder tomar en tan repentino y no esperado negocio; y así, no respondió otra cosa sino que se sosegase por entonces, y entretuviese a sus criados, que por aquel día no le volviesen, porque se tuviese tiempo para considerar lo que mejor a todos estuviese.

Para que doña Inés se entretuviese en su soledad o en compañía de Juanita la Larga, dio don Andrés a Serafina dos bellísimos libros devotos que acababan de reimprimirse en Madrid, y que el librero Fe le enviaba, sabedor de las inclinaciones ascéticas y místicas de la señora principal de Villalegre.

»Yo le agradecí su buen intento, pareciéndome que llevaba razón en lo que decía, y que mi padre vendría en ello como yo se lo dijese; y con este intento, luego en aquel mismo instante, fui a decirle a mi padre lo que deseaba. Y, al tiempo que entré en un aposento donde estaba, le hallé con una carta abierta en la mano, la cual, antes que yo le dijese palabra, me la dio y me dijo: ''Por esa carta verás, Cardenio, la voluntad que el duque Ricardo tiene de hacerte merced''.» Este duque Ricardo, como ya vosotros, señores, debéis de saber, es un grande de España que tiene su estado en lo mejor desta Andalucía. «Tomé y leí la carta, la cual venía tan encarecida que a mesmo me pareció mal si mi padre dejaba de cumplir lo que en ella se le pedía, que era que me enviase luego donde él estaba; que quería que fuese compañero, no criado, de su hijo el mayor, y que él tomaba a cargo el ponerme en estado que correspondiese a la estimación en que me tenía. Leí la carta y enmudecí leyéndola, y más cuando que mi padre me decía: ''De aquí a dos días te partirás, Cardenio, a hacer la voluntad del duque; y da gracias a Dios que te va abriendo camino por donde alcances lo que yo que mereces''. Añadió a éstas otras razones de padre consejero. »Llegóse el término de mi partida, hablé una noche a Luscinda, díjele todo lo que pasaba, y lo mesmo hice a su padre, suplicándole se entretuviese algunos días y dilatase el darle estado hasta que yo viese lo que Ricardo me quería.

Rugía con creciente ira el viento, y la tronada se había situado sobre los Pazos, oyéndose su estruendo lo mismo que si corriese por el tejado un escuadrón de caballos a galope o si un gigante se entretuviese en arrastrar un peñasco y llevarlo a tumbos por encima de las tejas. ¡Con cuánto fervor empezó el capellán a guiar el Trisagio misterioso!

En tanto, pues, que ella volvía, nunca dejó Preciosa las lágrimas ni los ruegos de que se entretuviese la causa de su esposo, con intención de avisar a su padre, que viniese a entender en ella. Volvió la gitana con un pequeño cofre debajo del brazo, y dijo al Corregidor que con su mujer y ella se entrasen en un aposento; que tenía grandes cosas que decirles en secreto.