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Entregábase mientras tanto Miranda a la importante tarea de facturar el equipaje, no escaso, compuesto de dos baúles mundos, una sombrerera y un cajón especial de tela y cuero, a propósito para guardar de arrugas el planchado de sus camisas de vestir.

Después que éste salía de la estancia destinada a los profesores, entregábase a furiosos comentarios y soltaba toda la bilis que tenía acumulada: «¡Barájoles, si no fuese mirando a Dios, le ponía los cinco dedos en la cara a ese puerco!... ¿Han visto ustedes nunca un hombre más rijoso?... ¡Ese hombre quema por donde pasa, barájoles!... ¡Y luego, con quién va a ensuciarse!... ¡con una porcuza!...» Este desprecio que D. Juan testimoniaba a Petra, no era sincero, según pudo convencerse más adelante Miguel; el odio a Marroquín, .

Pero Gabriel no era un temperamento amoroso; la curiosidad, el ansia de saber, le dominaban, y después de estas escapadas, de las que volvía más fresco, con el cerebro más despierto, como si saliera de un baño que calmaba su juventud, entregábase con mayores ánimos al estudio.

Poco a poco había ido adivinando, con precoz instinto, que el conde la quería más que los otros y que disimulaba. Ella también adoptaba, siguiendo el ejemplo, una actitud indiferente cuando se acercaba a él en público. Pero cuando estaban solos, entregábase con el mismo entusiasmo a las expansiones del cariño, y esto sin saber por qué, sin darse cuenta de lo que hacía.

Amaba la guerra salvaje, ingenua, sin hipocresías de humanidad, sin disfraces de civilización: aquellas guerras en las que los combatientes mataban por la gloria que proporciona el exterminio, no alcanzando otra retribución que el saqueo de la casa del vencido y el pillaje de sus campos; pero había llegado tarde, según afirmaba con acento de tristeza, y a falta de mejor escenario, entregábase, a las puertas de una gran población, a una vida prehistórica, cazando a la bestia para comer, y al hombre, si era preciso, para defenderse; considerando la tierra como suya, sin respeto a tapias que podía saltar, ni a leyes representadas por hombres que eran mortales como él.

Estas severas y razonables expresiones por una parte la conmovían, por otra la aterraban. Volver al rancio sistema de un trapito atrás y otro delante, y a las infinitas metamorfosis del vestido melocotón, érale ya imposible; engañar a aquel infeliz dábale mucha pena. En esta perplejidad entregábase al acaso, a la Providencia, diciendo: «Dios me ayudará.

Sus músculos eran de acero, y su sangre fogosa se avenía mal con la quietud. Como pudiera, más se cuidaba de prolongar los trabajos que de abreviarlos. Planchar y lavar le agradaba en extremo, y entregábase a estas faenas con delicia y ardor, desarrollando sin cansarse la fuerza de sus puños.