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La buena y franca amistad que encontré en Lucban, detuvo mi viaje más tiempo del que me había propuesto, decidiéndome por último, aunque no sin trabajo, á señalar día para seguir á Tayabas; aquel llegó como todo en la vida, y en una entoldada tarde, me puse en marcha acompañado de mi inolvidable amigo Pardo.

Estaba ya enfrente de este tablado en la ventana entoldada de terciopelo carmesí de la Universidad o casa de la Ciudad el Ilustrísimo Señor Virrey Marqués de la Casta y todos los muy ilustres Señores Jurados con otros Caballeros de la primera graduación y al querer bajar del tablado con mi penitente me pareció debía a vista de innumerables personas, que nos atendían, volver por la honra de mi encomendado Pedro Onofre Cortés, ya católico y así después de haberle hecho pedir perdón del escándalo y rogado a todos encomendaran a Dios su alma, le hice hacer una breve protestación de la Fe, adorar devotamente la Imagen sagrada de JESUS crucificado, que llevé siempre en las manos.

Ya cuál es el quehacer del conde... Una juerga me dijo Pepita por lo bajo. ¿Cree usted?... ¡Uf! Como si lo viera. Las señoras en coche y los hombres a pie, nos trasladamos todos al muelle, donde nos esperaba una espaciosa falúa entoldada, con cuatro remeros sentados a la proa. El calor en aquel sitio era estupendo. El reflejo de las piedras abrasaba el rostro.

Hacia el poniente, en una callejuela entoldada, se aglomeraban, a la sombra, sobre el suelo, las vistosas mercaderías. Un anciano, vendedor de perfumes, aspiraba él mismo sus pomos, fingiendo indecible deleite para tentar a las mozas. Ramiro cruza aquel sitio y advierte algo más lejos un tumulto de curiosos que se agolpa junto a las carnicerías. Alguna gresca de matarifes, alguna muerte se dijo.

Era el hospital de los barcos, según palabras de Iriondo. En medio de aquel pueblo flotante, estaban los yates de los ricos de Bilbao, blancos y ligeros como juguetes, con la cubierta entoldada para resguardar los dorados y las maderas preciosas de las cámaras.

Siguiéndole yo siempre, salimos por la ancha portalada característica de todas las casas solariegas de la Montaña; entramos en una verde y entoldada calleja, y al llegar á la iglesia que estaba cerca, nos sentamos en un rústico banco detrás de ella y bajo una viejísima y copuda cajiga.