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¡Jiú!... moduló Hipólito interjectivamente y los caballos partieron guiados al parecer por un cadenero mosquiador que llevaba, por lujo, un cascabel en la hociquera y ante cuyo empuje podía decirse también que «se iba ensanchando» Trenque Lauquen.

Recuerdo que una vez me dijo señalando con el dedo nuestros campos de Milly: «Hijo mío, esto es bien pequeño, pero sabiendo limitar nuestro deseo a lo que poseemos, resulta grande; la felicidad está en nosotros mismos, y ensanchando los límites de nuestros viñedos no conseguiremos la felicidad.

Al pasar por el comedor salió a saludarla el ama de llaves, muy atenta y obsequiosa, ensanchando cuanto pudo su robusta persona para taparle la vista de la mesa en que se hallaban los restos de la francachela que, en ausencia de su amo, celebraban aquellos granujas. Acudió el cocinero por el otro lado, pillo de siete suelas con aire de bonachón y campechano, y la invitó también a ver su cocina.

Sobre este cuerpo hay una cornisa saliente, adornada por la parte inferior con una cenefa de plata mate. Es de notar, que á medida que el todo va disminuyendo desde la primera zona de la custodia, los espacios entrantes van proporcionalmente ensanchando: manera artificiosa de conseguir que campee el cuerpo interior y principal sobre que se levanta el viril.

El lujo de las cortes europeas hacía cada vez más necesarios los productos de la India, traídos por las caravanas a través de las áridas mesetas asiáticas: las especierías, el marfil y la seda. Los sacerdotes budistas y cristianos, por religioso proselitismo, realizaban atrevidos viajes que iban ensanchando el horizonte geográfico y el de las ideas.

Dispúsose el Templo de Santo Domingo en la misma forma, hermosura y adorno que para la otra vez, solo que para mayor lucimiento se le añadió a mano derecha al entrar, un tablado grande y muy salido para los Caballeros de la Cofradía de San Jorge, y dos barandas de madera que tirando con la anchura de una buena puerta casi desde la entrada de la Iglesia, se iban ensanchando hasta los remates del Coro bajo y servían de valla a la innumerable multitud del vulgo, y de comodidad y desahogo de las Señoras, que estaban dentro; y para más seguridad defendían la entrada con su mucha autoridad, y conocida nobleza el Señor Don Agustín Gual, y el Señor Don Antonio de Verí.

Eran cabezas morenas o verdosas con grandes ojos de dramática expresión; vírgenes cobrizas con el pelo brillante y aceitoso partido por una raya que iba ensanchando cada vez más la rudeza del peine. Los hombres deteníanse un momento en la puerta para colocarse sobre la rapada cabeza, con luengos rizos en su parte delantera, el pañuelo que llevaban bajo el sombrero, a uso mujeril.

Lo que al presente, amigos, más me agrada, Es que primero que en la corte entremos, Al reino demos una rociada; Y en los lugares cortos recitemos Lo que esta niña fuere decorando: Que quando allí perdamos, no perdemos; Antes de cierto que irá ganando Desde allí nueva fama, y qual vexiga, A soplos de inocentes ensanchando.

Idos que fueron los caciques á sus tierras, aquel año que los tales caciques habian destar en sus tierras é Inca Yupanqui, mediante este tiempo, que no tuviese que hacer, tomó por ejercicio de irse á cazar, lo cual hacia los más de los dias; y otros dias se andaba por la ciudad mirándola y el sitio della, imaginando él en la órden que le habia de dar y el edificio é reedificacion que en ella pensaba hacer, como viese que aquellos dos arroyos que la ciudad tomaban en medio, que eran gran perjuicio en ella; porque, como las lluvias viniesen cada año, ellos venian de avenida, é como ansí viniesen siempre, comian la tierra y se iban ensanchando y metiendo por la ciudad, y via que aquello era perjuicio para la ciudad y para los moradores della, y que para hacer sus edificios y casas que en ella pensaba edificar, que era necesario reparar primero las veras de aquellos dos arroyos, y que éstos reparados, podria edificar todo cualquier edificio sin temor que las tales avenidas se los desluciesen.

El cochero renegaba del mal tiempo enérgicamente cuando Artegui depositó a Lucía casi exánime en el asiento, subiendo a toda prisa el hule, para guarecerla algo. Las jacas, espantadas, salieron sin aguardar la caricia de la fusta, y, aguzadas las orejas y ensanchando las fosas nasales, arrancaron hacia Bayona. Lucía acababa de secarse ante la chimenea encendida por Artegui en su cuarto.