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Si el señor Aubry no hubiera pronunciado la víspera las palabras que alentaron su locura, quizá se habría resignado. Pero haber entrevisto, como casi posible, una felicidad sobrehumana, y encontrarse luego, por la crueldad del destino, en presencia del que, fuera de duda, iba a robarle aquella felicidad, era demasiado duro... Lágrimas de desesperación enrojecieron sus ojos.

Las mejillas del poeta enrojecieron súbitamente y repuso en tono desabrido: Mi libro no se titula Pelillos a la mar. No, hombre, se titula Pétalos al aire se apresuró a decir Tristán. ¡Ah...! perdone usted, amigo Valleumbroso. No cómo se me metió en la cabeza... Es que suena algo parecido... Bien se conoce que soy profano en asuntos literarios.

Los ojos de la muchacha se enrojecieron, su mano estrujaba el rojo mandil. Ramiro, en vez de ablandarse ante aquella humildad, enfureciose mayormente. Tomó de un hombro a Casilda e hízola girar con violencia, gritando: ¡Fuera de aquí la bellaca! Ella corrió hacia la puerta, y oyose al pronto sofocado gimoteo que se alejaba por la galería.

Bastó un saludo algo tímido para que Feli sonriera, olvidando todos los propósitos de seriedad que se había forjado al verle. Sus mejillas se enrojecieron con el recuerdo de lo ocurrido en la tarde cíe Carnaval. Isidro comenzó a hablarla con emoción.

El vino de España, que mi tío les había prodigado, debilitó su cerebro, y costole gran trabajo balbucear algunas excusas sobre la escena que acababa de desarrollarse; poco a poco fuese animando, sus ojos se enrojecieron, su andar era menos vacilante, y me dirigió algunas frases galantes y tan expresivas, que consideré prudente retirarme.

Algunas mujeres enrojecieron, porque por la boquita del niño parecía hablar la voz de muchas conciencias; varios hombres bajaron la cabeza, y una voz enérgica, pero alterada, repitió a lo lejos: ¡! ¡! . Era un anciano general, abuelo de un alumno del colegio.

Y como dejara sin respuesta la pregunta del juez, éste repuso: ¿Quería usted abandonarla? La abandoné. ¿Por qué volvió usted a su lado? ¿La amaba usted todavía algo? ¿La tenía usted lástima? ¡Tanta! ¿Ella le amó a usted mucho? Como yo la amé un tiempo. ¿Fueron felices? Los ojos del Príncipe se enrojecieron. ¿Todavía le amaba a usted?

Bien seguro que allá por las Américas no se reirá tanto ese día como aquí se reía. Las mejillas de Elena enrojecieron al oír mentar a su marido. El tío Leandro, que algo sabía a qué atenerse sobre el viaje de don Germán, clavó una mirada iracunda sobre el bárbaro zagal y se le vieron intenciones claras de arrojarse sobre aquel «piazo animal».

En una pausa Fernanda alzó los ojos sonrientes hacia su ex-novio y le preguntó, no sin ruborizarse un poco: ¿A que no sabes por qué le han cortado el pelo a la niña? El conde la miró sin contestar. Ayer lo elogié yo mucho y me permití besarlo. Era la primera vez que Fernanda se daba por enterada de su secreto. Experimentó una fuerte sacudida. Sus mejillas se enrojecieron. Las de ella también.