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La verdadera escuela debe ser la naturaleza libre con sus hermosos paisajes para contemplarlos, con sus leyes para estudiarlas, pero también con sus obstáculos, para vencerlos. No se educan hombres animosos y puros en salas estrechas con ventanas enrejadas.

No era grande, pero estaba restaurada recientemente con bastante lujo. Solo tenía un piso alto, con dos balcones miradores, y uno bajo, con dos grandes ventanas enrejadas. El pavimento del portal era de mármoles finos; la cancela, elegante con delicados trabajos en los hierros; el patio, no grande, con primorosa arquería de jaspe, lleno de plantas y flores.

Un piso bajo con grandes ventanas enrejadas, otro piso alto, y nada más; pero la casa ocupaba un perímetro inmenso y detrás tenía un vasto jardín bastante descuidado. El portal era chato y poco decoroso: la escalera de piedra toscamente labrada y gastada por el uso. El difunto marqués estaba pensando en una reforma cuando lo arrebató la muerte.

Sin embargo, diseminadas aquí y allá, orando prosternadas frente a los altares con la cabeza cubierta, veíase algunas mujeres; otras se arrimaban a las ventanillas enrejadas de los confesonarios y extendían la mantilla por ambos lados de la cara para depositar con un cuchicheo imperceptible sus pecados en el sagrado tribunal de la penitencia.

Levanté los ojos y una fachada blanca con ventanillas enrejadas y una cruz en lo alto, y entonces, al contemplar en aquella paz de claustro católico como un rincón de la patria recuperada, el abrigo y la consolación, de mis párpados cansados rodaron dos lágrimas mudas. Aquella mañana, dos lazaristas que se dirigían a Tien-Hó, me habían encontrado desmayado en el camino.

Nada de esto sucedía ahora. El cielo comunicaba su alegría a la ciudad y la ciudad la comunicaba al corazón del que la recorría. Por las grandes ventanas enrejadas mis ojos exploraban sin obstáculo lo interior de las viviendas. En una cosían dos jóvenes vestidas de blanco, con rosas en el pelo. Al observar la mirada insistente que les eché, sonrieron burlonamente.

Otras salían arrastrando zapatos en chancleta por aquellos empedrados de Dios, y al ver a las forasteras corrían a sus guaridas a llamar a otras vecinas, y la noticia cundía, y aparecían por las enrejadas ventanas cabezas peinadas o a medio peinar. «¡Eh!, chiquillos, venid acá» repitió Guillermina; y se fueron acercando escalonados por secciones, como cuando se va a dar un ataque.

El catedrático le miró, frunció las cejas y agitó la cabeza como diciendo: ¡Insolentillo, ya me las pagarás! La clase era un gran espacio rectangular con grandes ventanas enrejadas que daban paso abundante al aire y á la luz. A lo largo de los muros se veían tres anchas gradas de piedra cubiertas de madera, llenas de alumnos colocados en orden alfabético.

Paramos delante de una casa, como todas las demás, pequeña, de un solo piso, con dos balcones y dos grandes ventanas enrejadas al nivel del suelo.

Al través de las puertas enrejadas veíamos las casitas de campo, con persianas verdes cuidadosamente echadas, enteramente solitarias. Sus habitantes, si es que los había, debían de estar resguardados del calor hasta la hora en que el sol se pusiese. Próxima ya a la falda de la colina estaba La Palmera. Era la más amplia en territorio y la que poseía casa más grande y suntuosa.