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Respiraba con dificultad el aire puro, después de su permanencia en aquel antro saturado de polvo y estiércol. Volvió a ver Madrid ante él, con su enorme masa de gran ciudad, con torres en las que sonaban campanas y chimeneas enormes ennegrecidas de humo. Sentía asombro, inmensa extrañeza, por esta vida ruda y salvaje que le rodeaba, teniendo a la vista un gran núcleo de civilización.

Debía darle las gracias... Luego volvieron á temblar de cólera sus mejillas. Señalaba unos cuerpos tendidos junto al camino. Eran los cadáveres de los cuatro hulanos, cubiertos con unos capotes y mostrando por debajo de ellos las suelas enormes de sus botas. ¡Un asesinato! exclamó . ¡Un crimen que van á pagar caro los culpables!

En enormes vitrinas, como en un museo, se exhibía la vieja opulencia de la catedral: imágenes de plata maciza; globos enormes coronados por graciosas figurillas, todo de precioso metal; arquillas de marfil de complicada labor; custodias y viriles de oro; enormes platos dorados y repujados, con escenas mitológicas que resucitaban la alegría del paganismo en aquel rincón sórdido y polvoriento del templo cristiano.

Las aldeas de pescadores se transformaban en pueblos elegantes; los grandes hoteles de París y Londres edificaban sucursales enormes en las desiertas bahías; las tiendas más lujosas del bulevar instalaban su filial en villorrios donde algunos años antes todo el mundo andaba descalzo.

Todo le hablaba de la fuga, de la incógnita y deliciosa ocultación en aquel país tan calurosamente descrito por Leonora, desde los macarrones del almuerzo y el Chianti en empajada y ventruda redoma, hasta el castellano defectuoso y musical de los dueños del hotel, carnosos hombretones con enormes bigotes que recordaban los tradicionales mostachos de la casa de Saboya.

Los frescos riquísimos de Palomino, en la capilla, y de José Hermoso en la cúpula de la Sacristía, bastante notables; un Ecce Homo admirable de Murillo, una preciosa Vírgen de Alonso Cano, y otros cuadros; el Sancta-Sanctorum y su sagrario, todo en marmol purísimo y oro macizo del gusto y el esplendor mas completos; dos enormes ágatas, sin rivales en Europa, y mil otras preciosidades, hacen de aquel santuario un tesoro inestimable para el artista.

Damas de idéntico color ostentaban las últimas modas de París, balanceando con orgullo las caderas y sus enormes vecindades, avanzando el belfo desdeñoso bajo el ala de un sombrero floreado.

Agolpáronse los invitados en torno á la mesa, admirando los grandes platos que ocupaban su centro, como algo imposible de conquistar. Eran magníficos pasteles y pirámides de frutas enormes, que se destacaban majestuosos sobre otras cosas de menos importancia.

Los mismos tipos del ejército de Oriente circulaban por sus aceras: ingleses vestidos de kaki, canadienses y australianos con sombreros de ala levantada; indostánicos enormes y esbeltos, de tez cobriza y espesa barba en forma de abanico; tiradores senegaleses, de un negro charolado; tiradores anamitas, de cara redonda y amarillenta, con ojos en triángulo.

Bien hacía el marqués en mostrarse orgulloso de su ganadería, compuesta de bestias finas, seleccionadas por los cruces. No era el buey destinado a la producción de carne, de piel sucia, basta y rugosa, la pezuña ancha, cabizbajo, y con los cuernos enormes y mal colocados.