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Señorita... respondió él en voz baja, por respeto al lugar sagrado. Tembláronle los labios y las manos se le enfriaron, pues creyó llegado el terrible momento de la confesión. Tenemos que hablar. Y ha de ser aquí, por fuerza. En otras partes no falta quien aceche. Es verdad que no falta. ¿Hará usted lo que le pida? Ya sabe que.... ¿Sea lo que sea? Yo....

¡Bah! murmuró al cabo de algunos momentos si cien veces me viera en ese caso, cien veces haría lo mismo. Hay cosas fatales. Llevo a esa mujer en la sangre como un veneno, y sólo puede salir con la última gota. Estuvo otro rato pensativo. El agua del mar que le había bañado, y la del cielo que sin cesar caía, le enfriaron hasta los huesos. La mañana se presentaba sucia, cenicienta.

A Patroclo lo llevaron a la pira en procesión, y cada guerrero se cortó un guedejo de sus cabellos, y lo puso sobre el cadáver; y mataron en sacrificio cuatro caballos de guerra y dos perros; y Aquiles mató con su mano los doce prisioneros y los echó a la pira: y el cadáver de Héctor lo dejaron a un lado, como un perro muerto: y quemaron a Patroclo, enfriaron con vino las cenizas, y las pusieron en una urna de oro.

Emprendió la marcha, hundiendo en la nieve sus piernas mal abrigadas, aquellos pantaloncillos de verano roídos por los bordes, que apenas si disimulaban las grietas y descosidos de las botas. Sus pies se enfriaron al contacto de la nieve; a los pocos pasos creyó que marchaba descalzo.