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Por la casa de los huérfanos soplaba un viento tormentoso que la había removido por completo. Raimundo, abandonando en absoluto sus estudios y costumbres metódicas, se había lanzado con ardor de neófito a los placeres mundanos. Su hermana, aterrada por este cambio, le hizo suavemente algunas advertencias, sin resultado. El joven se enfadaba como niño mimoso.

Hacía que bostezaba, adrede, sin tener gana, por mostrar los dientes y hacer cruces en la boca. Al fin, toda la casa tenía ya tan manoseada que enfadaba ya a sus mismos padres. Hospedáronme muy bien en su casa, porque tenían trato de alquilarla, con muy buena ropa, a tres moradores: fui el uno yo, el otro un portugués, y un catalán. Hiciéronme muy buena acogida.

Cuando estaban enteramente solos, el digno funcionario solía confiar a Rosalía sus disgustos domésticos, que últimamente habían llegado a turbar la venturosa serenidad de su carácter. ¡Oh! El gran Pez no era feliz en su vida conyugal. La que en otro tiempo fue la misma dulzura, habíase vuelto arisca e intratable. Todo la enfadaba y estaba siempre riñendo.

El rey era muy rico: poseía diez y siete sombrillas de todos colores, un tapa-rabo verde y amarillo, muy gracioso, y un sombrero alto, tan alto que rayaba en lo monumental. La reina, Sabihonda, usaba medias azules y era políglota: cuando algo le caía muy en gracia, hablaba en chino, y cuando se enfadaba, gritaba en catalán.

Pues se zambullía al embajador en el Sena, que ya tenía el tal don Salustiano vientre bastante para sobrenadar lo mismo que una boya... ¿Que Thiers se enfadaba? Pues se cogía a Thiers por su copetito de pelos y se le enviaba a cuidar de su casa, dejando en paz la del vecino, y ¡chitón, chitito!...

Muy rara vez se le veía en la biblioteca con un libro abierto; pero en cambio, por milagro perdía una sesión lo mismo de la sección de ciencias exactas, que de la de morales y políticas o literatura. Admiraba profundamente a casi todos los oradores, cuanto más campanudos mejor, y se enfadaba con Miguel cuando éste hacía burla de ellos.

Cuando de niño me enfadaba con él, le llamaba «gallego» y recordaba los grandes hechos de la Independencia, que habían servido, según mis ideas, para echar a patadas del país a una banda de extranjeros explotadores... Al viajar por el interior de mi tierra, vi claro; me di cuenta de los sufrimientos y trabajos de aquellos hombres que fueron extendiendo por el desierto la civilización de su época.

Una vez aconteció que como un inglés hubiese dicho ser pariente del embajador, y tuviese costumbre de venírsenos a casa cada día, mi amo se enfadaba, porque, demás de no ser su deudo, no tenía calidades ni sangre noble y, sobre todo, era en su conversación impertinente y cansado.

Su hermana la había humillado, su hermana se enfadaba de que quisiera tanto al sobrinito. ¿Y aquello qué era sino celos?... Pues cuando ella tuviera un chico, no permitiría a nadie ni siquiera mirarle... Recorrió el espacio desde la calle de las Hileras a la de Pontejos, extraordinariamente excitada, sin ver a nadie. Llovía un poco y ni siquiera se acordó de abrir su paraguas.

Entonces ella se enfadaba, insistía, quería a todo trance coger carne. Al cabo, él aflojaba los músculos diciendo: Te dejo morder; pero a condición de que me hagas sangre. No, eso no respondía ella, expresando en la sonrisa anhelante el deseo de hacerlo. -, quiero que me hagas sangre; si no, no te dejo. La niña empezaba apretando poco a poco la carne de su marido. ¡Más! decía éste.