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Pero Dorrego podía haberlo visto, si él o los suyos hubiesen tenido mejores ojos. Las provincias estaban ahí, a las puertas de la ciudad, esperando la ocasión de penetrar en ella. Desde los tiempos de la Presidencia, los decretos de la autoridad civil encontraban una barrera impenetrable en los arrabales exteriores de la ciudad.

El patio de la casa era el solio de su soberanía. Sus partidarios le encontraban paseando de un extremo a otro, por entre los verdes cajones de los plátanos, con las manos cruzadas en la espalda anchurosa, fuerte y algo encorvada por la edad: una espalda majestuosa, capaz de sostener a todos sus amigos.

Aunque se armó gran algazara, la moderó algún tanto el cura de Boán recordando las diversas ocasiones en que se oían contar casos análogos: culebras que se encontraban en los establos mamando del pezón de las vacas, otras que se deslizaban en la cuna de los niños para beberles la leche en el estómago....

Le había recibido su madre, que estaba arreglándose para ir a misa y al Mercado. La pobre vieja extrañaba aquella salida, y había tenido que engañarla con penosas mentiras. Pero ya estaba él allí con todo su arreglo. Cuando Tono quisiera... ¡andando! No encontraban una calle desierta.

La amistad de Miguel con su antiguo compañero de colegio y de posada, Mendoza, se había enfriado un poco durante los últimos años, más bien por efecto de la separación que porque hubiese mediado entre ellos motivo alguno de disgusto. Cuando se encontraban en la Universidad o en la calle se hablaban cariñosamente y paseaban juntos si Miguel no tenía cosa urgente que hacer.

Llegado junto al viajero, le habló, lo tocó y dándose vuelta, dijo sencillamente a D. Salvador: ¡Pobre D. Juan, viene difunto! Más tarde, en el Perú, pude verificar la exactitud de la narración de D. Salvador. Hasta no ha mucho, se encontraban en los caminos del interior algunas mulas llevando la fúnebre carga.

Era preciso seguir el camino largo, sin utilizar las veredas, y la marcha se hacía pesada. Al llegar a la cumbre y al entrar en el puerto de Ibantelly, les sorprendió a los viandantes una tempestad de viento y de nieve. Se encontraban en la misma frontera. La nieve arreciaba; no era fácil seguir adelante.

Apenas habían comenzado a bajar por la pendiente cuando, a unos treinta pasos más abajo de donde se encontraban, vieron aparecer a Materne, que trepaba por las ruinas casi ahogándose, agarrándose a la maleza para marchar más de prisa. ¡Qué! le gritó Juan Claudio ; ¿qué pasa, amigo mío?

Pero entonces ¿en qué estado se encontraban las relaciones del Príncipe con la Condesa? siguió preguntando mientras tanto. ¡No cabe duda de que hubo un tiempo en que se amaron! Usted sabe, señor, que este nombre, el nombre de amor, se da a tantas cosas diversas: a nuestras ilusiones, a nuestros caprichos, a nuestra codicia... Si; ella le amó, con un amor que fue ilusión y engaño.

Y llegamos, antes aún de lo esperado; y todas las gentes que nos encontraban al acercamos al pueblo, presumían, por el aire que llevábamos, que habíamos hecho alguna muy gorda; pero cuando les contábamos la verdad, no la creían. ¡Tan bestialmente gorda la consideraban, con muchísima razón!