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Mis propias manos ayudaron a bajar y colocar el cuerpo de mi madre en su eterna mansión. Después de esta triste operación, me dirigí solo a la casa y me encerré en mi cuarto. Las lágrimas tienen su pudor como tantos otros sentimientos encerrados en lo más profundo del alma humana.

»Sin detenerme a sacarla de él con explicaciones que no eran del caso... ni muy fáciles de dar, salí del gabinete y me encerré en el mío... ¡a batallar de nuevo contra vestigios y fantasmas!... ¡Ociosas y bien excusadas mortificaciones!... »Sagrario, Leticia, mi madre, Pepe Guzmán, todos mis «dulces enemigos» estaban complacidos ya. Ya estaba extendida mi respectiva patente de corso.

Mi criado Mauricio se asombró al verme entrar con tan mala compañía, y mucho más cuando me encerré con ella en mi gabinete. De hoy en adelante, la dije, puede usted contar con doce duros mensuales. Además, como supongo que carecerán ustedes de todo, tome usted estos dos billetes de a mil reales, y empléelos en ropas y utensilios. Todos los meses venga usted por la cantidad que asigno a Amparo.

Los hijos de Dios se abrazan y besan en la mejilla, murmurando: «Salud, hermano; salud, hermana; el Señor sea con nosotros.» Y , hermana mía prosiguió, tomando en sus manos el joyel con el retrato y mirándolo con el rostro descompuesto por la piedad y la amargura , ¿dónde estás, en qué oscura mazmorra te encerré, a ciegas, que no doy con la entrada, aunque sangran mis pies de tanto caminar y mis manos de tanto tropezar a tientas?

También me encerré en mi tocador en cuanto me levanté de la mesa: igual que el día antes; pero esta vez no fue para estudiar en el espejo afeites ni aliños que me embellecieran, sino para afirmarme en mis ya bien firmes propósitos, dando un repaso mental a lo que me tocaba hacer y decir para cumplimiento de la más delicada e interesante cláusula de mis planes.

»En seguida me encerré yo en mi dormitorio... a velar, a padecer, a aturdirme con el pensamiento volteando entre las ondas de la tempestad que ya no me cabía en la cabeza. Según lo convenido con mi madre, al otro día, en cuanto el banquero llegó, salí yo sola a recibirle.

Llegábamos a Saint-Point al caer de la tarde. Yo me encerré en un aposento que une al gabinete con el dormitorio, y extendiendo un colchón sobre el suelo, empecé allí la vela, teniendo abierta la puertecilla de comunicación: era la postrera noche que aquellos sagrados restos debían pasar bajo su antiguo techo. ¡No por qué me figuraba yo que prolongaba su presencia a mi lado al prolongar yo al suyo mi vigilancia! ¡Sólo Dios sabe las lágrimas, las invocaciones, las bendiciones y revelaciones de aquella noche!

Muere el calumniado, pero la calumnia sobrevive, como para perseguir a la víctima hasta más allá de la tumba. La calumnia es la fetidez de las almas corrompidas. El corazón del calumniador es un esterquilinio. Corrí a mi casa, me encerré en mi cuarto, y me tendí en la cama. Mis sienes ardían; el corazón se me hacía pedazos.

»Abriéronse las puertas de la prisión; estábamos libres, pero desterrados para siempre del reino de Nápoles, obligándonos a abandonar el territorio en veinticuatro horas, y confiscados todos nuestros bienes. El Conde se ocupó de nuestro viaje, y yo con el corazón lleno de gozo, de temor y de sorpresa, me encerré con Teobaldo. »¡Carlos existe! exclamé: ¡existe!

Después de esta salida, me escapé del salón con la tranquilidad de un torbellino, dejando estupefactos a todos los que estaban en él. Me encerré en mi cuarto, y paseándome de largo a largo, renegué de mi ceguedad, y me di de coscorrones, siguiendo la costumbre de Petrilla, cuando se hallaba en algún aprieto.