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Pues terminó dándome un plazo de ocho días para contestarle. ¿Así, imperativamente, como un rey, como el rey de los cipreses? Así, así... El mozo tiene su arranque, a pesar de su tilinguismo y de su mentecatez. Mis discretas evasivas enardecían el espíritu del ciprés. En el resto de la noche le eludí por completo. Bailé con el cuñado de usted, con Raúl. ¡Qué diferencia!... ¿Eh?...

Pio, feliz, triunfador, dirigía de vez en cuando al concurso vagas miradas de piedad y condescendencia. Y cuando sus ojos tropezaban con la faz rentística de Calderón, se enternecía visiblemente y le costaba ya trabajo no llamarle papá. A medida que el almuerzo avanzaba, la tierra pesaba menos sobre ellos. Los ricos vinos enardecían su sangre, la charla los animaba.

La satisfacción de una nueva conquista, la inquietud de algo desconocido que iba a revelarse en breve, el orgullo de desobedecer a todos imponiendo su capricho, enardecían la briosa juventud de Nélida, dando nueva frescura a su animalidad triunfante y majestuosa. Paseó Ojeda por la cubierta para entretenerse hasta la hora de la cita. ¿En qué día estaba?... Miércoles nada más.

Se enardecían un instante al recordar el peligro; luego volvían á mostrarse indiferentes y fatalistas. Si he de morir ahogado acababan diciendo , será inútil cuanto haga por evitarlo.

El era el único transeunte: en las aceras vagaban perros y gatos abandonados. Sus recuerdos militares le enardecían como soplos de gloria. Yo he visto el paso de los marroquíes... He visto los zuavos en automóvil. La misma noche que Julio había salido para Burdeos, él vagó hasta el amanecer, siguiendo una línea de avenidas á través de medio París, desde el león de Belfort á la estación del Este.

Eran como muñequillos brillantes, de cuyos bordados sacaba el sol reflejos de iris. Sus graciosos movimientos enardecían a la gente con un entusiasmo igual al del niño ante un juguete maravilloso. La loca ráfaga que agita a las muchedumbres, estremeciendo sus nervios dorsales y erizando su piel sin saber ciertamente por qué, conmovió la plaza entera.

Pero el estado llano del partido, obreros y artesanos humildes, dedicaban a Belarmino supersticiosa fe y se enardecían oyéndole. Cierto que no le entendían; también San Bernardo inflamó una Cruzada, arrebatando muchedumbres que no entendían la lengua en que les persuadía.

El pasado de Leonora; su amor repartido con loca generosidad por los cuatro puntos de la tierra; todos los pueblos pasando sobre su cuerpo, domándola un instante con el atractivo de la elegancia o el encanto del arte; sus entrañas estremeciéndose hoy en un palacio y mañana en un cuarto de hotel; su boca repitiendo en diversos idiomas aquellas mismas frases de amor, entrecortadas por el espasmo, que le enardecían, como si fuese el primero en oírlas. ¿Y por estos restos que aún sobrevivían milagrosamente después del loco derroche, iba él a perderlo todo, a huir dejando a sus espaldas el escándalo, el descrédito y tal vez el cadáver de su madre? ¡Ah, terrible don Andrés! ¡Y cómo después de herirle metía los dedos en el sangriento desgarrón agrandando la herida!

Las carcajadas del público enardecían a los borrachos, les hacían sonreír con orgullo, y los dos redoblaban sus saltos y contorsiones. Corrían en torno del gran montón de brasas, saltaban por todos los lados, y en el furor del movimiento que les dominaba, ninguno de los dos se acordaba del otro. ¡Ahora iba lo bueno!