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"El pensamiento de que Adriana y Julio pueden enamorarse, ha hecho avivar mi pasión. Ahora, , es una verdadera pasión. Lo veo de continuo en mi pensamiento, lo siento en mi alma y me cantan en los oídos las palabras que llegó a decirme.

Como el duque de Gandía ante el cadáver de la emperatriz, Felicita decidió allí mismo no volver a enamorarse de imágenes mudables, perecederas, y consagrar a Dios su doncellez. El alma humana es grande porque, como todo lo grande, se compone de pequeñeces sin número.

Al cabo volvió con la misma suavidad á amonestar á su querida. «Aquellas confianzas con un hombre á quien detestaba le causaban mucha pena. ¿Qué necesidad tenía de aparecer tan contenta cuando él entraba? ¿Por qué consentía que la hablase aparte y en voz baja?... Ya sabía que todo aquello era agua de cerrajas, que ella no iba á enamorarse de sujeto tan ruin; pero con estas confianzas él se crecía y pudiera pasarse á mayores si no se le atajaba.

Después de breve pausa, prosiguió don Guillén: Mi primera misa la dije en la casa de campo de la Somavia. La duquesa fué mi madrina. Me regaló una rica casulla, bordada en oro. Entre sus arabescos, muy disimulado, hay un corazón estrujado por una mano; del corazón cae un hilo de sangre, que, retorciéndose, describe una A equívoca. En lo alto de la capilla enarbolaron una gran bandera blanca. Ofició conmigo el señor obispo, por exigencia de la duquesa; pero Su Ilustrísima, que no me había perdonado la antigua calaverada, me envió, apenas ordenado de mayores, a una parroquia rural inhospitalaria: San Madrigal de Breñosa. Allí tenían una hermosa finca los señores de Neira, de donde tomaron pie para el título; pero jamás iban, por lo muy apartado y fragoso de la comarca. Sucedió que a los dos años de estar yo en aquellos andurriales falleció don Restituto; doña Basilisa, la viuda, fué a guardar el luto en las soledades de San Madrigal, y como era muy devota, y oía, antes del desayuno, misa diaria, me nombró su capellán. Era una señora rechonchita, nada fea, en buena edad todavía, muy blanca, y simple que no cabía más. Sus ideas religiosas eran caprichosas, y aun cómicas. Creía que el cielo de los bienaventurados era un teatro, con su escenario y localidades para el público. Su marido, don Restituto, según ella, se había adelantado a entrar en el teatro, para coger buen sitio y reservárselo a su mujercita. Ello es que, olvidándose en seguida de que su marido la esperaba, con un sitio acotado, dió en enamorarse de y en dármelo a entender con palmarias manifestaciones. Otra matrona de

Acaso no sea yo mejor que el último mozo de cordel de Madrid, ora física, ora intelectual, ora moralmente considerado, y con todo, suponiéndome soltero, cualquiera linda dama podría tener aún el capricho de enamorarse de , sin que nadie lo censurara; pero, si del mozo de cordel se enamorase, todo el mundo tendría esta pasión por una extravagancia o por una locura.

Al fin, obligándoles a prometer antes que lo guardarían fielmente, se lo dijo. Había observado en las niñas tendencia señalada a enamorarse de los calaveras, de los vagos, de los malvados, y a rechazar a los hombres laboriosos y formales. Para que su hija no cayera en poder de alguno de aquellos invertía las referencias que le hacia de cada cual.

¿Qué le digo?... Porque aunque no le he hablado nunca, le hablaré, si usted me lo manda. ¿Dígole que no parezca más por aquí?... ¡Ay, qué mujer! Allá va como una exhalación. Está tocada, tan tocada como su marido... Todo por no enamorarse de un hombre digno, como por ejemplo... un servidor. ¡Ah! Segismundo, paciencia. Imita a los pescadores de caña; espera, espera, que al fin ella picará.

No por esto le asustó su condición de soldado raso mientras sirvió de asistente a su coronel. El cómo y el cuándo no preocupaban a Simón gran cosa. Gustábale mucho viajar de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad; y viendo aquí y escuchando allá, fue familiarizándose con ciertas cosas y acontecimientos, pero sin enamorarse de ellos.

No me sentía capaz de inspirar amor tan desinteresado a quien la ambición seduce y sonríe, halaga la fortuna, y quieren y miman en Madrid, a lo que aseguran, las más altivas y bellas mujeres. No pensaba yo tampoco que así, de repente, pudiese enamorarse un hombre con tal desinterés. Pues no lo dudes: don Jaime te ama de esa manera. Dime si le correspondes. No qué contestar.

Y por otra parte, los diálogos entre Rafaela y Juan Maury, que Arturito había oído, y que versaban sobre historia, metafísica y otros objetos profundos, apartaban del pensamiento de Arturito toda sospecha de que los interlocutores pudieran enamorarse.