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Yo no cómo hay ingenios tan romos que novelan con cosas y personas de la época presente, donde no existen elementos literarios, según todos los hombres doctos hemos probado plenamente. Al demonio no se le ocurriría pintar aventuras en una calle empedrada y con faroles de gas.

Se le presentaban estas ideas a medida que adelantaba por la calle de la Sastrería, calle torcida, mal empedrada, en cuyos adoquines tropezaba de vez en cuando, mientras la luz vaga de los faroles del alumbrado público, proyectándose un momento, arrojaba a las paredes blanqueadas de las casas su silueta furtiva, de líneas desfiguradas, fantasmagóricas, prolongadas por la funda del pañuelo.

Se llama la señora A ti suspiramos, porque no resuella como no sea para lamentarse. Verdad es que ella está enferma, su marido es borracho, su padre ciego, y la casa, ¡qué puñales!, no está empedrada con pesetas...». Agustina dio un conmovedor suspiro, seguido de dos expectoraciones. Con esto anunciaba un relato sentidísimo de sus desgracias.

Llegaba al frente de una casa, de pobre y triste aspecto, en una calle mal empedrada, por cuyo centro corre el eterno caño; salvado el umbral, ¡qué transformación!

Y en la calle, empedrada de punzantes guijarros, entre el ángulo de la pared y el piso, al pie de los zócalos rosas o azules, corre una cinta de espesa y alegre hierba verde. El cielo está radiante, limpio, de un azul pálido. Llegan lejanos sonoros repiqueteos de fragua. El sol refulge en las fachadas. Cantan los gallos.

Allí mismo y en aquel momento, la señora de López Moreno llevaba una colosal, empedrada de brillantes; y con mejor gusto para aquella hora y aquel traje, llevábanla también las otras damas, de oro mate con esmaltes. Leopoldina Pastor lucía una de trapo del tamaño de una zanahoria, colocada en lo más alto de su sombrero.

Desde Madrid había telegrafiado a una prima, y ésta, en unión con Manuel Antonio, dos de las niñas de Mateo y algunas amigas más, la esperaban en la mal empedrada plazoleta del Correo, donde paraba la diligencia. Y vengan de abrazos y achuchones y besos, y vayan de preguntas y exclamaciones y lágrimas.

A dos horas y media de camino de la ciudad, dejamos la carretera principal, para internarnos por una senda empedrada de témpanos, que sigue la empinada colina que conduce al pueblo de Milly.

La entrada es ancha y empedrada, jaharradas de yeso las paredes, con pequeñas vigas el techo. A la izquierda está la cocina; a la derecha, el cantarero; junto a él una pequeña puerta. Esta puerta cierra un pequeño cuarto sombrío donde se guardan los apechusques de la limpieza.

Los viernes solía inviar unos güevos, con tantas barbas fuerza de pelos y canas suyas que pudieran pretender corregimiento u abogacía Pues meter el badil por el cucharón y inviar una escudilla de caldo empedrada era ordinario. Mil veces topé yo sabandijas, palos y estopa de la que hilaba en la olla. Y todo lo metía para que hiciese presencia en las tripas y abultase.