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Los campesinos de la comarca que pasan con frecuencia cerca de él, le llaman el Bebe-todo, porque bebe en efecto, todas las lluvias que podrían fertilizar los campos. El agua caída en la llanura que la tierra se niega á embeber, corre hacia el agujero en pequeñas corrientes, coloreadas por la arcilla, para reaparecer luego en la fuente, cuya cristalina pureza enturbia durante algunas horas.

El bachiller respondió que, puesto que él no era de los famosos poetas que había en España, que decían que no eran sino tres y medio, que no dejaría de componer los tales metros, aunque hallaba una dificultad grande en su composición, a causa que las letras que contenían el nombre eran diez y siete; y que si hacía cuatro castellanas de a cuatro versos, sobrara una letra; y si de a cinco, a quien llaman décimas o redondillas, faltaban tres letras; pero, con todo eso, procuraría embeber una letra lo mejor que pudiese, de manera que en las cuatro castellanas se incluyese el nombre de Dulcinea del Toboso.

La persistente llovizna escarchaba los hábitos y parecía embeber todas las cosas en su tristeza. Algunas mujeres plañían. Más de una hora pasó Ramiro codeandose con el vulgacho. No había sino gente baja, curiosos de la ciudad, mujeres del mercado con los brazos desnudos, muchachos arrabaleros, algunos gañanes de la dehesa, harto morisco, y una que otra ramera de manto amarillo y medias coloradas.

Ricardo la vio alejarse, cada vez más sorprendido, y permaneció algún tiempo en el banco tratando inútilmente de explicarse la conducta de la niña. Después se levantó y comenzó a pasear por la huerta. Al cabo de un rato se había olvidado enteramente del llanto de Marta. Otras memorias más punzantes vinieron a turbarle el ánimo y a embeber su atención.

Allí comparecían de costumbre hechiceras que tenían pacto con el demonio y guisaban en sus nocturnos aquelarres toda suerte de daños contra las gentes; judaizantes, que asesinaban niños cristianos para embeber en su sangre una hostia consagrada y celebrar con ella nefandas ceremonias; luteranos, que buscaban demoler la santa Iglesia de Cristo difundiendo por España la peste de la herejía; alevosos moriscos, que seguían predicando las bellaquerías de su secta y el deber de la rebelión y la venganza.

El sol, casi oculto tras larga nube cenicienta, bañaba de dorado rubor la llanura, las colinas, las casuchas blanqueadas del vecino arrabal de Antequeruela. La tarde era lúcida y benigna. Un olor de tierra humedecida llegaba de la Vega. A esa hora, más de una mano morisca abría las acequias para embeber los regadíos. La figura de Aixa apareció de pronto al borde del brasero.