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Me descubrí y saludé profundamente. La Princesa tenía puesta una blanca bata y llevaba suelta la hermosa cabellera. Contestó a mi saludo enviándome un beso y dijo: Sube con el Rey, Elga. Le ofreceré siquiera una taza de café. La Condesa me miró de soslayo sonriéndose y me precedió hasta la habitación donde esperaba Flavia.

Encontré a la condesa Elga cogiendo flores en el jardín y le rogué que ofreciese las mías a su señora. La amada de Tarlein parecía radiante de felicidad, olvidada por el momento del odio que el duque de Estrelsau profesaba al predilecto de su corazón, único obstáculo que hasta entonces había empañado la dicha de ambos amantes.

Todas las otras personas presentes estaban en pie, excepto el tunante de Tarlein, que arrellanado en un sillón galanteaba a la condesa Elga. Al entrar yo se levantó de un salto, mostrando tanto respeto hacia como indiferencia hacia el Duque. No era extraño que éste no le tuviese buena voluntad. Tendí la mano a Miguel, que la estrechó, y le di un abrazo.

La condesa Elga me ha confesado que la Princesa está prendada del Rey, y que desde el día de la coronación su afecto por él ha ido en aumento. También es cierto que está muy ofendida por la aparente indiferencia del Rey. ¡Buena la hemos hecho! exclamé angustiado. ¿Y eso qué? dijo Sarto. Supongo que más de una vez le habrá usted dicho requiebros a una muchacha bonita.

Por eso sigo ejercitándome en el manejo de las armas y no quiero pensar siquiera en que algún día he de perder el vigor de la juventud. Una vez al año interrumpo la monotonía de mi sosegada vida. Entonces voy a Dresde, donde me espera mi amigo y compañero querido, Federico de Tarlein. El año pasado lo acompañaban su bonita mujer, Elga, y un precioso y robusto niño.

Hallé afuera al galante Tarlein, muy entretenido con la condesa Elga, sin cuidarse de los lacayos que le observaban. ¡Qué diantre! dijo. No todo ha de ser conspirar y el amor reclama también sus derechos. Lo mismo digo contesté; y Tarlein me siguió respetuosamente.

Y de lo contrario añadí, hubiera yo dudado mucho del buen gusto de la condesa Elga. Entró la buena moza, le di tiempo de poner la botella sobre la mesa para evitar que con la sorpresa la hiciera pedazos, y Tarlein llenó un vaso, que me ofreció. ¿Sufre mucho este caballero? preguntó la joven. Ni más ni menos que la primera vez que te vio dije desembarazándome.

Díjeme, sin embargo, que la visita era a todas luces conveniente; y Tarlein la aprobó con gran entusiasmo, que no dejó de sorprenderme algo, hasta que descubrí que él también tenía sus motivos para querer visitar el palacio de Su Alteza, cuya dama de honor, la condesa Elga, era la dama de sus pensamientos.