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Hay, finalmente, una parodia de junta revolucionaria, y milicia ciudadana, y clubs y manifiestos electorales. Yo no sé si en otras partes será todo esto muy serio; pero en Coteruco, pueblo de 300 vecinos, se convierte por sí mismo en caricatura. El abandono del trabajo, la taberna perpetua, los palos y asonadas, son la consecuencia primera y forzosa de tal delirio.
Lo más curioso era que aquella gran cofradía creía, o estaba empeñada en hacer creer, que era el partido quien concebía los profundos programas electorales, y la verdad era que el gran partido solía convertirse en un ser tan pasivo como los ídolos asirios, que aterraban o entusiasmaban a las muchedumbres según el humor del gran sacerdote que gobernaba los resortes ocultos de la deidad.
Los jefes de los diversos grupos electorales preferían ser engañados sirviendo al Gobierno, a ser servidos a medias por un charlatán con el desacreditado título de candidato independiente.
Urquiola ocultó con una sonrisa de superioridad desdeñosa la turbación y desconcierto de su pensamiento ante las palabras del doctor. De aquello no le habían hablado en Deusto ni una palabra, y colérico por lo que consideraba una derrota, deseoso de salir del paso como en sus trabajos electorales, con arrogancias de valiente, lamentaba la presencia de Sánchez Morueta.
Conocíanle además todos cuantos le acompañaban en la expedición, por otras análogas. Y dicho está que el tal hidalgo era experto en los intríngulis electorales. Pero era muy diplomático antes de comprometerse con ninguno. En cambio, una vez comprometido, no podía hablársele más del asunto.
Aquel hombre venía de los precipicios del Deva, y resultó ser el famoso don Recaredo, de quien yo tenía muchas noticias por mi tío; hidalgo de rancio solar, célibe impenitente, afamado cazador de fieras, y de grande y merecido influjo en toda su comarca; bien relacionado con los hombres del ajetreo político de la capital y sucursales de ella; muy solicitado de aspirantes a la representación en Cortes del distrito, en épocas de lides electorales... y primoroso carpintero de afición, única bien arraigada que se le conocía y con la cual entretenía las soledades y holganzas de su vida en el viejo caserón que habitaba.
No iban cabizbajos, a fuer de muñidores electorales derrotados, sino llenos de regocijo, con gran cháchara y broma, celebrando a más y mejor la somanta administrada a los borrachines cencerreadores.
Desde entonces se lanzó, con la pasión de los niños en libertad, á balbucir palabras, que no entendía, del nuevo vocabulario político; á las manifestaciones públicas; al club y á las urnas electorales, siendo muy de advertir que en este entusiasmo iban siempre delante las hembras, las cuales hubieran llegado á emular las glorias de las calceteras de Robespierre, si las circunstancias lo hubieran exigido.
Durante las elecciones, cuando muchos, casi todos, le creían manejando la complicada máquina de las influencias, el único servicio positivo y directo que prestaba era el de agente electoral. Pedía un puñado de candidaturas a Mesía y las repartía por las parroquias electorales que visitaba en sus paseos de Judío Errante.
Mi tío Ramón había tenido que inscribirse en uno de los centros electorales en que la opinión estaba dividida, y aunque con su carácter muy indiferente por la cosa pública, el buen ciudadano figuraba pomposamente en la comisión directiva, debido sin duda a la iniciativa de su mujer, que no admitía excusas, y a sus medios pecuniarios, y no a su entusiasmo por la lucha o a sus aspiraciones políticas.